En este mundo de locura liberal.. todo lo que sea degradación.. decadencia..degeneración o envilecimiento en el hombre esta permitido y es fomentado...pero el verdadero pensamiento independiente que se salga de lo que dicta el sistema.. es severamente penado por todas las cortes del mundo...el "delito de opinión" es el peor crimen que se puede cometer en este mundo de pensamiento totalitario...Oder

sábado, 26 de julio de 2014

Tipología del demagogo--Spengler

Entre todos estos juristas, periodistas, maestros de escuela, artistas y técnicos suele pasar inadvertido un tipo, el más fatal de todos: el sacerdote degradado. Es que se olvida la honda diferencia que existe entre religión e Iglesia. Religión es la relación personal con los poderes del mundo circundante, tal como se expresa en la concepción del universo, las costumbres piadosas y la conducta austera. Una Iglesia es la organización del sacerdocio que lucha por su poder terrenal. Coloca bajo su poder las formas de la vida religiosa y con ellas a los hombres que las profesan. Por eso es la enemiga innata de todos los demás poderes: el Estado, la clase y la nación. Durante las Guerras Médicas, la clase sacerdotal de Delfos agitó al pueblo a favor de Jerjes y en contra de la defensa nacional. Ciro pudo conquistar Babilonia y destronar al último rey caldeo Naboned porque los sacerdotes de Marduk estaban en connivencia con él. La historia antigua de Egipto y la de China están llenas de ejemplos de este tipo y en Occidente sólo hubo tregua – a veces – entre la monarquía y la Iglesia, el trono y el altar, la nobleza y los sacerdotes, cuando su alianza contra terceros prometía una mayor ventaja. «Mi reino no es de este mundo» es el principio más profundo de toda religión; y toda Iglesia lo traiciona. Pero, por el hecho mismo de su existencia, toda Iglesia sucumbe a las condiciones de la vida histórica: piensa en términos de política de poder y de materialismo económico; hace la guerra diplomática y militar, y comparte con otros poderes las consecuencias de la juventud y la vejez, el apogeo y la decadencia. Y sobre todo, no es honrada en relación con la política y la tradición conservadoras del Estado y de la sociedad, ni puede serlo como Iglesia. Todas las sectas jóvenes son, en última instancia, enemigas del Estado y de la propiedad; contrarias a la jerarquía social tienen el prejuicio de la igualdad [32]. Y la política de las Iglesias envejecidas, por más conservadoras que sean en cuanto a si mismas, está siempre tentada de hacerse liberal, demócrata y socialista en lo que al Estado y a la sociedad se refiere, esto es, de actuar en forma niveladora y destructora ni bien se inicia la lucha entre la tradición y la plebe.


Todos los sacerdotes son hombres y con ello el destino de la Iglesia se hace dependiente del material humano del que en rápida sucesión se compone. Ni la más rigurosa selección – que, por regla, es excelente – puede impedir que, en épocas de decadencia social y demolición revolucionaria de todas las formas antiguas, se vuelvan frecuentes y hasta dominantes los instintos vulgares y el pensamiento vulgar. En todas las épocas de esta clase existe una plebe sacerdotal que arrastra la dignidad y la fe de la Iglesia por el suelo sucio de los intereses políticos partidarios, se alía con los poderes revolucionarios y, con la fraseología sentimental del amor al prójimo y el amparo a los pobres, ayuda al submundo a desencadenar la destrucción del orden social – un orden al que también la Iglesia se halla irrevocable y fatalmente ligada. Una religión es lo que es el alma de los creyentes. Una Iglesia vale tanto como el material sacerdotal que la compone.


Al principio de la Revolución Francesa – junto al enjambre de abates corruptos que desde muchos años atrás venían ya ridiculizando de palabra y por escrito a la monarquía, a la autoridad y a las jerarquías – hallamos al fraile renegado Fouché y al obispo apóstata Talleyrand, ambos regicidas y ladrones de millones, duques napoleónicos y traidores a su patria. A partir de 1815 el sacerdote cristiano se va haciendo demócrata, socialista y hombre de partido con una frecuencia cada vez mayor. Como instituciones, el luteranismo, que apenas es una Iglesia, y el puritanismo, que no lo es en absoluto, no han hecho política destructora. El pastor individual se metió en «el pueblo» o en el partido obrero a título personal, habló en las reuniones electorales y en los parlamentos, escribió sobre cuestiones «sociales» y terminó siendo demagogo y marxista. En cambio, el sacerdote católico, que tenía vínculos institucionales más fuertes, arrastró tras de sí a la Iglesia por ese camino. La Iglesia quedó enredada en la agitación de los partidos; primero como medio eficaz y, por último, como víctima de esta política. En Francia, ya bajo Napoleón III existió un movimiento obrero católico con tendencias social-sindicalistas. En Alemania, ese movimiento apareció después de 1870, ante el temor de que los sindicatos rojos conquistaran solos el poder sobre las masas de las regiones industriales. Y poco tiempo después pactó con ellos. Todos los partidos obreros tienen una confusa conciencia de pertenecer al mismo conjunto; por mucho que las camarillas de dirigentes se odien entre sí.


Ha pasado ya mucho tiempo desde la época en que León XIII con su visión política mundial hizo escuela y el clero alemán era regido por un verdadero príncipe de la Iglesia como el cardenal Kopp. Por aquél entonces la Iglesia tenia conciencia de ser un poder conservador y sabía muy bien que su destino estaba ligado al de los restantes poderes conservadores, al de la autoridad del Estado, la monarquía, el orden social y la propiedad; que en la lucha de clases no tenía más remedio que estar a la «derecha» contra los poderes liberales y socialistas, y que precisamente de ello dependía toda su posibilidad de sobrevivir a la época revolucionaria y conservar su condición de potencia. Esto ha cambiado en forma rápida. La disciplina espiritual se ha relajado. Los elementos plebeyos de la clase sacerdotal tiranizan con su actividad a la Iglesia, incluyendo a sus más altas autoridades, y éstas tienen que callar para no delatar su impotencia ante el mundo. La diplomacia de la Iglesia, que en el pasado supo actuar con suprema distinción y altura, juzgando tácticamente las cosas por décadas enteras, le ha dado lugar en gran medida a los vulgares métodos de la política cotidiana, a la agitación democrática partidista desde abajo, a sus trucos indignos y a sus argumentos falaces. En la Iglesia ya se piensa y se habla al nivel del submundo de las grandes ciudades. La tradicional aspiración al poder mundano ha quedado reducida a una mezquina ambición de victorias electorales y a las alianzas con otros partidos populacheros para conseguir ventajas materiales. La plebe en el estamento sacerdotal, severamente disciplinada en otros tiempos, impera hoy con su pensar proletario sobre aquella parte valiosa del clero que considera más importante el alma de los hombres que su voto y que toma más en serio las cuestiones metafísicas que a una intervención demagógica en la vida económica. Hace algunas décadas no se habrían cometido errores tácticos como los recientes en España, donde se creyeron que sería posible separar los destinos del trono y el altar. Pero desde el final de la guerra mundial y sobre todo en Alemania, la Iglesia, que es un viejo poder con viejas tradiciones inflexibles y como tal tiene que pagar muy caro su descenso a la calle con la pérdida de respeto por parte de sus fieles, ha caído en la lucha de clases y en la connivencia con el marxismo por culpa de la agitación de sus adeptos inferiores. Hay en Alemania un bolchevismo católico más peligroso que el anticristiano porque se oculta detrás de la máscara de una religión.


Ahora bien; de hecho, todos los sistemas comunistas del Occidente han brotado del pensamiento cristiano-teológico: la Utopía de Tomás Moro, la Ciudad del Sol del dominico Campanella, las teorías de Karlstadt y Tomás Münzer, discípulos de Lutero, y el socialismo de Estado de Fichte. Todos los ideales futuristas soñados y redactados por Fourier, Saint-Simón, Owen, Marx y cientos de otros, tienen su origen, sin que sus autores lo supieran, ni mucho menos lo quisieran, en una indignación clerical-moral y en conceptos escolásticos que operaron subrepticiamente en el pensamiento económico y en el seno de la opinión pública sobre las cuestiones sociales. ¡Cuánto del derecho natural y del concepto del Estado de Tomás de Aquino hay todavía en Adam Smith y por lo tanto – con signo contrario – en el Manifiesto comunista! La teología cristiana es la abuela del bolchevismo. Cualquier especulación abstracta sobre conceptos económicos, ajena a toda experiencia económica real, conduce, cuando es llevada a término en forma valiente y honrada, a conclusiones racionalistas contra el Estado y la propiedad. Sólo la falta de visión ahorra a estos escolásticos materialistas el advertir que al final de su cadena de razonamientos está otra vez el principio: el comunismo llevado a la práctica es burocracia autoritaria. Para imponer el ideal hace falta la dictadura, el régimen del terror, el poder armado; la desigualdad de amos y esclavos, la diferencia entre los que mandan y los que obedecen; en una palabra, el sistema de Moscú. Pero hay dos tipos de comunismo: uno, creyente, fiel por fanatismo doctrinario o sentimentalismo afeminado, que, de espaldas al mundo y hostil a él, condena la riqueza de los depravados felices y a veces también la pobreza de los honrados desgraciados. Este comunismo termina, o bien en nebulosas utopías, o bien se refugia en el ascetismo, el convento, la bohemia o el vagabundeo, desde dónde predica la futilidad de toda aspiración económica. El otro, «mundano», orientado hacia la política real, quiere, por envidia o venganza, hacer que sus adeptos destruyan la sociedad porque la misma les señala – habida cuenta de sus personalidades y sus talentos – un puesto inferior. O bien pretende arrastrar en pos de si a las masas por medio de un programa cualquiera para satisfacer su voluntad de poder. Pero incluso en esto existe cierta preferencia por ocultarse bajo el manto de una religión.


También el marxismo es una religión, no en la intención de su creador pero sí en lo que sus discípulos revolucionarios han hecho de él. Tiene sus santos, sus apóstoles, sus mártires, sus Padres de la Iglesia, su Biblia y su misión. Tiene dogmas, inquisición, una ortodoxia y una escolástica y, sobre todo, una moral peculiar – o más bien dos: una para los fieles y otra para los infieles – como cualquier Iglesia. Y el hecho que su doctrina sea enteramente materialista, ¿qué diferencia supone? ¿Acaso lo son menos los sacerdotes que intervienen como agitadores en cuestiones económicas? ¿Qué son los sindicatos cristianos? Bolchevismo cristiano y no otra cosa. Desde el principio de la era racionalista, o sea desde 1750, hay materialismo con y sin terminología cristiana. En cuanto alguien mezcla los términos de pobreza, hambre, miseria, trabajo y salario – con el énfasis encubierto puesto sobre las palabras rico y pobre; justo e injusto – y después se declara en favor de las demandas socioeconómicas proletarias, vale decir: de las demandas de dinero; ése alguien es materialista. Y entonces, por necesidad intrínseca, el altar mayor es substituido por la secretaría del partido, la urna de las limosnas es reemplazada por la urna electoral y el empleado del sindicato se convierte en sucesor de San Francisco.


Este materialismo de las grandes ciudades es una forma de juzgar y de actuar en la práctica; la «fe» que acompaña esta forma puede ser cualquiera. Este materialismo urbano es una manera de considerar «económicamente» tanto a la vida pública como a la propia y de entender por economía, no la vocación profesional ni un contenido de la vida, sino el método de conquistar con poco esfuerzo la mayor cantidad posible de dinero y de placer: Panem et circenses. La mayoría de las personas no tiene conciencia de hasta qué punto es y piensa de modo materialista. Se puede ser materialista a pesar de rezar y confesar fervorosamente y tener constantemente en la boca el nombre de Dios; [33] incluso a pesar de ser sacerdote por vocación y convicción. La moral cristiana, como toda moral, es templanza y no otra cosa. Quien así no lo siente es materialista. «Ganarás el pan con el sudor de tu frente» quiere decir no sentir como una desventura el difícil sentido de la vida y no intentar eludirlo haciendo política partidista. Pero claro, la sentencia no es aprovechable por la propaganda electoral proletaria. El materialismo prefiere comer el pan que otros han ganado con el sudor de su frente; el que elaboró el campesino, el artesano, el inventor o el empresario. Sin embargo, el famoso ojo de aguja, por el cual pasa algún que otro camello, no es estrecho tan sólo para el «rico», sino también para aquél que mediante huelgas, sabotajes y elecciones extorsiona aumentos de salario con disminución del trabajo; y también para quien dirige esta actividad en beneficio de su poder. Es la moral utilitarista de quienes tienen alma de esclavos. Esclavos no sólo por su posición en la vida – en este sentido lo somos todos por el destino determinado por nuestro nacimiento en un tiempo y en un lugar determinados – sino por su manera vulgar de ver el mundo desde abajo. Lo importante es si se envidia al rico o se es indiferente ante la fortuna de los demás; si la riqueza se estima o se odia y se quiere derribar a quien por sus virtudes personales y con su trabajo se ha elevado a una jerarquía superior, como el aprendiz de cerrajero que termina siendo inventor y dueño de una fábrica. Pero este materialismo, para el que toda sobriedad es incomprensible y ridícula, no es más que egoísmo, ya sea individual o de clase. Es el egoísmo parasitario de los inferiores que consideran que la vida económica de los demás y la de la comunidad son un objeto del cual se debe sacar un panem et circenses; es decir: el mayor goce posible con el menor esfuerzo posible. Para este egoísmo, la superioridad personal, el esfuerzo, el éxito, la alegría por la producción, son algo malo y constituyen un pecado y una traición. Es la moral de la lucha de clases, que sintetiza todo esto bajo el término de «capitalismo» – una palabra a la que desde un principio se le dio un sentido moral – y considera al odio del proletario como un objetivo porque, por el otro lado, intenta fundir en un mismo frente político al asalariado y al submundo de las grandes ciudades.


Sólo «el obrero» puede y debe ser egoísta, y no el campesino o el artesano. Sólo él tiene derechos en vez de deberes. Los demás sólo tienen deberes y ningún, derecho. «El obrero» es la clase privilegiada a la que las demás tienen que servir con su trabajo. La vida económica de las naciones existe para é1 y ha de ser organizada considerando tan sólo su bienestar, aunque la economía sucumba con ello. Esta es la cosmovisión que desarrolló la clase de los representantes del pueblo salidos de la escoria universitaria, desde el literato y el profesor hasta el sacerdote, concepción con la que ha desmoralizado a las clases inferiores de la sociedad para movilizarlas en beneficio de su odio y de su hambre de poder. Por eso, frente a Marx, los socialistas de pensamiento distinguido y conservador como Lassalle, partidario de la monarquía, y como Georges Sorel, que consideraba la defensa de la patria, la familia y la propiedad como la misión más noble del proletariado y de quien Mussolini ha dicho que le debe más que a Nietzsche, resultan incómodos y nunca se los cita con sus verdaderas opiniones.


Entre las muchas especies del socialismo teórico o comunismo, ha triunfado, naturalmente, la más ordinaria y la menos honrada en cuanto a sus últimas intenciones; aquella que más brutalmente respondía al propósito de procurarles a los revolucionarios profesionales el poder sobre las masas. Que la denominemos marxismo, o no, es irrelevante. Como que es igualmente irrelevante la teoría que le suministra las consignas revolucionarias a la propaganda, o las concepciones no revolucionarias detrás de las que se esconde. Lo que importa es sólo el pensamiento práctico y la voluntad práctica. El que es vulgar y piensa, siente y obra en forma vulgar, no se hará diferente vistiéndose con los hábitos del sacerdote o agitando banderas nacionales. Hoy, el que en cualquier parte del mundo funda o dirige sindicatos o partidos obreros, sucumbe pronto y casi por necesidad a la ideología marxista la que, bajo el concepto genérico de capitalismo, calumnia y hostiga todo lo que sea liderazgo político o económico, orden social, autoridad o propiedad. Hoy, quien quiera ser dirigente encontrará inmediatamente en sus seguidores la concepción de la vida económica como lucha de clases, convertida ya en algo tradicional, y pasará a depender de esta concepción si quiere seguir siendo dirigente. El egoísmo proletario es, con sus fines y sus medios, la forma en que la revolución mundial «blanca» se cumple desde hace casi un siglo, y poco importa que se la denomine social o socialista y que sus caudillos acentúen su condición de cristianos o no quieran serlo.


El auge de las teorías formuladas para mejorar al mundo cubre el primer siglo del racionalismo ascendente, desde el Contrato Social (1762) hasta el Manifiesto Comunista (1848). Por entonces se creía, como Sócrates y los sofistas, en la omnipotencia de la razón humana; en su capacidad para dominar el destino y los instintos y en su poder para ordenar y dirigir la vida histórica. Hasta en el sistema de Linneo entró por aquél entonces el hombre como homo sapiens. Se olvidó a la bestia que hay en el hombre y que en 1792 les hizo recordar a todos enfáticamente que existía. Nunca se estuvo más lejos del escepticismo que poseen el auténtico conocedor de la historia y los verdaderos sabios de todas las épocas quienes sabían que «el hombre es malo desde la juventud». Existió la esperanza de poder organizar a los pueblos, a los fines de su definitiva felicidad, por medio de programas doctrinarios. Al menos, los lectores de tales utopías materialistas lo creyeron así. Hasta qué punto lo creyeron sus autores es ya otra cuestión.


Pero aquello terminó después de 1848. Si el sistema de Marx ha llegado a ser el más eficaz, lo ha sido también por ser el último. Quien hoy se pone a diseñar programas políticos o económicos para salvar a la «humanidad» resulta anticuado y aburrido. Y comienza a resultar ridículo. Pero el efecto agitador que tales teorías ejercen sobre los imbéciles – cuya proporción Lenin estimaba en un 95% de todos los hombres – es todavía muy fuerte (incluso crece en Inglaterra y en América), con la excepción de Moscú, en dónde se finge creer en ellas sólo por conveniencia política.


A estas teorías pertenecen en última instancia la Economía política clásica de 1770 y la igualmente antigua concepción materialista – es decir: «económica» – de la historia, siendo que ambas derivan el destino de milenios enteros de los conceptos de mercado, precio y mercancía. Están intrínsecamente emparentadas, son idénticas en múltiples aspectos e inducen necesariamente a soñar con un Tercer Reich, al que aspiró la creencia en el progreso del Siglo XIX como, en cierto modo, el final de la historia. Fue el disfraz materialista de la idea del Tercer Reich imaginado por grandes cristianos góticos como Joaquín de Floris. Este imperio debía fundar sobre la tierra la felicidad definitiva; el país de Jauja de todos los pobres y los miserables a quienes se los equiparaba cada vez más insistentemente con «el trabajador». Había de traer el fin de todas las preocupaciones, el dolce far niente y la paz perpetua; y la lucha de clases, con la abolición de la propiedad, con el «quiebre de la servidumbre del interés», el socialismo de Estado y aniquilación de todos los Señores y de todos los ricos habían de allanarle el camino. Era el victorioso egoísmo de clase, calificado de «bien de la Humanidad» y elevado moralmente hasta el cielo.


El ideal de la lucha de clases surge por vez primera en el famoso escrito propagandístico del abate Sieyès – otro sacerdote católico – de 1789, sobre el Tiers État que debía poner a las dos clases superiores a su mismo nivel. Evolucionó luego consecuentemente desde esta temprana formulación revolucionaria liberal hasta la posterior forma bolchevique de 1848, que desplazó la lucha del el terreno político al económico, no para beneficiar a la economía sino para lograr el fin Político mediante su destrucción. Cuando a esto los ideólogos «burgueses» lo interpretan como una transición del idealismo al materialismo, no están viendo, más allá de las frases hechas, la profundidad de los objetivos últimos que, tanto en un caso como en el otro, son los mismos. Todas las teorías sobre la lucha de clases han sido diseñadas para movilizar a las masas urbanas. Se tuvo que crear primero la «clase» con la cual se podría combatir. El objetivo fue establecido en 1848, cuando ya se tenía una primera experiencia en materia de revoluciones; y se concretó en la dictadura del proletariado. De la misma forma hubiera podido concretarse en aquel momento en la dictadura de la burguesía pues el liberalismo no pretende ser otra cosa. Tal es el sentido último de las constituciones, las repúblicas y el parlamentarismo. No obstante, en realidad siempre se apuntó a la dictadura de los demagogos quienes, con la ayuda de masas metódicamente desmoralizadas, quieren, en parte destruir las naciones por venganza, y en parte someterlas como esclavas por hambre de poder.


Todo ideal procede de alguien que lo necesita. El ideal liberal de la lucha de clases, igual que el bolchevique, fue creado por personas que, o bien fracasaron en su aspiración a elevarse a un estamento social superior, o bien se encontraron en un estamento cuyas exigencias éticas superaban sus posibilidades. Marx es un burgués fracasado – de allí su odio contra la burguesía. Y lo mismo puede decirse de todos los demás juristas, literatos, profesores y sacerdotes: habían elegido una profesión para la que no tenían vocación. Ésta es la premisa psíquica del revolucionario profesional.


El ideal de la lucha de clases es la famosa revuelta: no es la construcción de algo nuevo sino la destrucción de lo existente. Es un objetivo sin porvenir. Es la voluntad de la nada. Los programas utópicos no tienen otra razón de ser que el sobornar a las masas. Lo único que se toma en serio es la finalidad de ese soborno: la creación de la clase como elemento de combate por medio de la desmoralización metódica. Nada aglutina más ni mejor que el odio. Pero en esto se debería hablar más bien de envidia de clases que de odio de clases. En el odio late calladamente el reconocimiento del mérito del adversario. La envidia es la mirada oblicua desde abajo hacia algo superior que permanece incomprendido e inasequible y que, precisamente por ello, se quiere rebajar, ensuciar y despreciar para hacerlo igual a uno mismo. Por eso forma parte de la expresión de deseos referida al futuro proletario, no sólo la felicidad de la mayoría y la paz perpetua [34] entendidas como una placentera inactividad – panem et circences, otra vez – para poder gozar de esa inactividad sin preocupaciones ni responsabilidades, sino y ante todo, con un estilo auténticamente revolucionario, esa expresión de deseos incluye también la desgracia de «los pocos», de los otrora poderosos, distinguidos y ricos cuya realidad deslumbra. Toda revolución lo demuestra. A los lacayos de ayer no les basta con sentarse a la mesa de quien fue su Señor; para que su placer sea completo el Señor tiene que convertirse en su sirviente.


El objetivo de la lucha de clases que alrededor de 1789 fueron «los tiranos» – los reyes, los nobles y los curas – pasó a ser «el capitalismo» hacia 1850, como consecuencia del desplazamiento de la lucha política al terreno económico. Sería vana la tentativa de definir esta consigna de «el capitalismo», pues no es más que una consigna. No proviene en absoluto de la experiencia económica concreta sino que se expresa con una intención moral, por no decir casi cristiana. Se supone que debe designar la quintaesencia de lo económicamente malo, al gran pecado de superioridad, al diablo disfrazado de éxito económico. Ha llegado a ser, hasta en ciertos círculos burgueses, una mala palabra aplicable a todo lo que no se puede soportar, a todo lo que tiene jerarquía; tanto al empresario y al comerciante exitosos como al juez, al oficial y al profesor; incluso al campesino. Abarca todo lo que no sea «el obrero» o «el dirigente obrero»; a todos los que no han fracasado por falta de talento. Reúne a todos los fuertes y los sanos considerados bajo la óptica de todos los disconformes, de toda la plebe espiritual.


«El capitalismo» no es, en absoluto, una forma de la economía ni un método «burgués» de hacer dinero. Es una manera de ver las cosas. Hay economistas que lo han detectado en la época de Carlomagno y en las aldeas primitivas. Desde 1770 la Economía Política considera la vida económica – que en realidad es sólo un aspecto de la existencia de los pueblos – desde el punto de vista del mercader inglés. La nación inglesa estuvo realmente a punto de monopolizar el comercio mundial. De aquí su fama de pueblo de mercaderes, de masa de shopkeepers. Pero el comerciante no es más que un intermediario. Da por sentada la existencia de la vida económica en cuanto intenta hacer de su propia actividad el centro de gravedad de la misma, haciendo depender de él a todos los demás como productores y consumidores. Adam Smith ha descrito esta situación de privilegio. Esta es su «ciencia». Por eso la Economía Política parte hasta el día de hoy del concepto del precio y, en lugar de vida económica y hombres activos, sólo ve mercaderías y mercados. Por eso, a partir de allí y sobre todo en la teoría socialista, se considera al trabajo como mercancía y al salario como precio. En este sistema no encuentran cabida ni el trabajo conductor del empresario y el inventor, ni el trabajo del campesino. Se ven tan sólo mercaderías manufacturadas más avena o cerdos. Y al poco tiempo los campesinos y los artesanos resultan olvidados por completo y al dividir a los hombres en clases se piensa tan sólo, como Marx, en los asalariados y en los demás como «explotadores».


De esta manera surge la división artificial de la «Humanidad» en productores y consumidores, la que, en las manos de los teóricos de la lucha de clases, se convierte en la pérfida oposición de capitalistas y proletarios, burguesía y trabajadores, explotadores y explotados. Pero del comerciante, del verdadero «capitalista», no se dice nada. El dueño de fábrica y el propietario agrícola son el enemigo visible porque reciben el trabajo asalariado y pagan el salario. Esto no tiene sentido, pero es eficaz. La estupidez de una teoría no fue jamás obstáculo para su eficacia. Al autor de un sistema lo que le importa es la crítica; a los adeptos siempre lo contrario.


El «capitalismo» y el «socialismo» tienen la misma edad, son íntimamente afines, han surgido de la misma manera de ver las cosas y se hallan lastrados con las mismas tendencias. El socialismo no es más que el capitalismo de la clase inferior. La teoría librecambista manchesteriana de Cobdens y el sistema comunista de Marx nacieron ambos alrededor de 1840 y en Inglaterra. Marx incluso recibió al capitalismo librecambista con optimismo. [35].


El «capitalismo de abajo» quiere vender la mercadería «trabajo asalariado» lo más cara posible y entregar lo menos posible, sin tener en cuenta la capacidad adquisitiva del comprador. De aquí el odio de los partidos socialistas contra el trabajo a destajo y el de calidad, y su aspiración a suprimir en lo posible la diferencia «aristocrática» de salario entre los obreros especializados y los que no lo son. Por medio de la huelga – la primera huelga general se desarrolló en Inglaterra en 1841 – busca elevar el precio del trabajo manual y, con la expropiación de las fábricas y las minas, llegar finalmente a que la burocracia de los dirigentes obreros ocupando el Estado sea la que fije este precio libremente. Éste es el secreto sentido de la estatización. El «capitalismo de abajo» califica de robo a la propiedad que los talentosos y superiores han adquirido con su trabajo para poder apropiársela sin trabajo y por la sola mayoría de los puños. Así nació la teoría de la lucha de clases, formulada económicamente, en sintonía con el estado de ánimo de los trabajadores, y pensada en sentido político de acuerdo con los intereses de los dirigentes obreros. Fue un objetivo atemporal. Los espíritus inferiores no pueden ver más allá del mañana, hacia lejanos tiempos futuros y obrar previendo los mismos. La lucha de clases debía producir la destrucción y nada más. Debía apartar del camino los poderes de la tradición, tanto los de la tradición política como los de la económica, para procurar a los poderes del submundo la anhelada venganza y la soberanía. Sobre lo que tendría que venir luego de la victoria, cuando la lucha de clases ya perteneciera a un lejano pasado, estos círculos no han dedicado jamás un sólo pensamiento.


De este modo, desde 1840 comienza por dos frentes un ataque destructor contra la verdadera, infinitamente compleja, vida económica de los pueblos blancos: el gremio de los comerciantes de dinero y los especuladores, la alta finanza, se sumó a ella con ayuda de la acción, del crédito y los consejos de administración haciendo depender de sus propósitos y sus intereses al trabajo rector del empresariado profesional que abarcaba a muchos antiguos trabajadores manuales que habían progresado a fuerza de trabajo y de ingenio. El verdadero dirigente de la economía descendió hasta ser esclavo del financista. Ahora trabaja por la prosperidad de una fábrica que, quizás simultáneamente, está siendo arruinada por una especulación bursátil que ignora. Y desde abajo, el sindicato de los dirigentes obreros destruye lenta y seguramente el organismo de la economía. El arma teórica de los unos es la académica Economía Política «liberal», que forma la opinión publica sobre las cuestiones económicas y se mezcla, aconsejando y decidiendo, en la legislación. La de los otros es el Manifiesto Comunista, con cuyos postulados se interviene igualmente, desde la izquierda, en la legislación de todos los parlamentos. Y ambas representan el principio de la «Internacional», que es puramente nihilista y negativo: se dirige contra los límites que establecen las formas históricas – toda forma, toda figura es delimitación – de la nación, del Estado, de las economías nacionales, siendo que la «economía mundial» es tan sólo su suma. Esas formas históricas le cierran el camino tanto a los propósitos de la alta finanza como a los de los revolucionarios profesionales. Por eso resultan negadas y se dice que deben ser destruidas. Pero, para la actualidad, ambas teorías ya son obsoletas. Lo que podía ser dicho ya se ha dicho hace rato y desde 1918 ambas se han desenmascarado tanto a través de sus predicciones – tanto relación con Nueva York como con Moscú – que ya sólo se las cita sin creer en ellas. La revolución mundial comenzó a su sombra. Hoy ha llegado ya quizá a la cumbre; pero aún está lejos de su fin. Mientras tanto, adopta formas que se han liberado ya de todo palabrerío teórico.