En este mundo de locura liberal.. todo lo que sea degradación.. decadencia..degeneración o envilecimiento en el hombre esta permitido y es fomentado...pero el verdadero pensamiento independiente que se salga de lo que dicta el sistema.. es severamente penado por todas las cortes del mundo...el "delito de opinión" es el peor crimen que se puede cometer en este mundo de pensamiento totalitario...Oder

sábado, 26 de julio de 2014

La Revolución Mundial Blanca por OSWALD SPENGLER

. La revolución desde abajo. La época de los Gracos en Roma.






Tal es el aspecto de la era de las guerras mundiales en cuyos comienzos nos hallamos ahora. Pero en el trasfondo emerge el segundo elemento de la tremenda convulsión: la revolución mundial. ¿Qué quiere? ¿En qué consiste? ¿Cual es el significado profundo de ese concepto? La totalidad de su contenido se comprende hoy tan poco como el sentido histórico de la primera guerra mundial que acabamos de dejar atrás. No se trata de la amenaza a la economía mundial por parte del bolchevismo de Moscú, como creen algunos; ni tampoco de la «liberación» de la clase trabajadora, como opinan otros. . Éstas son sólo cuestiones superficiales. Ante todo, esta revolución no es tan sólo una amenaza; estamos ya plenamente en ella y no desde ayer u hoy, sino desde hace más de un siglo. Entrecruza la lucha »horizontal« entre Estados y naciones, con la lucha vertical entre las clases dirigentes de los pueblos blancos y las demás; y en el trasfondo ya ha comenzado la segunda parte, mucho más peligrosa, de esta revolución: el ataque contra los blancos en general por parte de la masa conjunta de la población de color del planeta que va lentamente adquiriendo conciencia de su comunidad.


Esta pugna no se desarrolla tan sólo entre los distintos estratos de personas sino, más allá, entre los estratos de la vida espiritual y hasta en el hombre individual. Aunque no lo percibamos, casi todos llevamos dentro esta discrepancia entre el sentir y el pensar. Por eso son tan pocos los que llegan a darse clara cuenta del lado en que están realmente. Pero precisamente este hecho demuestra la necesidad interior de decidir esa toma de posición, que va mucho más allá del deseo personal y de la acción personal. Poco se gana aquí con los eslóganes nacidos del pensamiento acorde con la moda dominante: bolchevismo, comunismo, lucha de clases, capitalismo y socialismo. Con estos términos todo el mundo cree que la cuestión está delimitada de un modo preciso pero ello es porque no es capaz de ver la profundidad de las cosas. Lo mismo sucedió en todas las culturas pasadas cuando éstas llegaron a la misma etapa, por poco que sepamos de ello en detalle.


Pero de la antigüedad sabemos bastante. La culminación del movimiento revolucionario se ubica en la época que se extiende desde Tiberio y C. Graco hasta Sila; pero la lucha contra la clase dirigente y contra toda su tradición comenzó un siglo entero antes con C. Flaminio, cuya ley agraria del año 232 ha sido acertadamente señalada por Polibio (11, 21) como el comienzo de la desmoralización de la masa popular. Esta evolución resultó sólo pasajeramente interrumpida y desviada por la guerra contra Aníbal, a cuyo término ya se incorporaron esclavos al «ejército de ciudadanos». Desde el asesinato de los dos Gracos – y de su gran adversario, Escipión el Joven – los poderes conservadores del Estado, de vieja tradición romana, se desvanecen rápidamente. Mario, procedente del bajo pueblo y ni siquiera oriundo de Roma, formó el primer ejército que no estuvo basado en el servicio militar obligatorio sino integrado por voluntarios adeptos a su persona, e intervino con él sangrienta y brutalmente en las cuestiones interiores de Roma. En gran medida fueron exterminados los antiguos linajes, en los que se cultivaban desde hacía siglos las dotes del estadista y la conciencia moral del deber, y a los cuales debía Roma su posición como potencia mundial. El romano Sertorio, con las tribus bárbaras de aquel país, intentó fundar un anti-Estado en España y Espartaco sublevó a los esclavos de Italia para destruir al mundo romano. La guerra contra Yugurta y la conspiración de Catilina revelaron la decadencia de los estratos dirigentes, cuyos elementos desarraigados se mostraron en todo momento dispuestos a pedir auxilio tanto al enemigo como al populacho del Foro para defender sus sucios intereses pecuniarios. Salustio tiene plena razón: por el dinero, que la plebe codiciaba tanto como los especuladores acaudalados, se hundieron el honor y la grandeza de Roma, su raza y su idea. Pero – al igual que hoy – esta masa urbana, venida de todos lados, no fue movilizada y organizada desde adentro para conquistar su «derecho» a gobernarse y para lograr su «libertad» venciendo la opresión de las clases dominantes. Fue instrumentada como medio para los fines de políticos comerciantes y revolucionarios profesionales. De estos círculos surgió la «dictadura de abajo» como última consecuencia necesaria de la anarquía democrática radical, tanto entonces como ahora. Polibio, que poseía experiencia de hombre de Estado y una aguda visión de la marcha de los acontecimientos, lo previó así con seguridad treinta años antes de Cayo Graco: «Cuando ambicionan altos empleos del Estado y no pueden obtenerlos por sus méritos y talentos personales, derrochan dinero, seduciendo y atrayéndose a la masa por todos los medios posibles. La consecuencia es que este arribismo político acostumbra al pueblo a recibir regalos y le infunde un ansia de dinero obtenido sin trabajar. Con ello perece la democracia y es substituida por la violencia y el derecho de los puños. Pues, en cuanto la multitud, acostumbrada a vivir de la propiedad ajena y a fundar la esperanza de su sustento en la fortuna de los demás, encuentra un caudillo ambicioso y decidido, pasa al empleo del poder de sus puños. Y entonces, aglomerándose, asesina, saquea y hace suya la propiedad de los demás, hasta que, totalmente corrompida, cae en poder, de un dictador ilimitado» ( [10] ) . . . «Pero la verdadera catástrofe será provocada por la masa cuando se estime perjudicada por el ansia de dinero de los unos, en tanto que la ambición de los otros, halagando su vanidad, la induzca a sobreestimarse. Se alzará furiosa, no prestará ya oídos más que a la pasión en toda clase de negociaciones y no obedecerá a los que llevan las riendas del Estado; ni siquiera les reconocerá iguales derechos, sino que exigirá en todo y para todo el derecho a decidir. Llegadas las cosas a este punto, el Estado se adornará con los nombres más bellos, los de libertad y el del gobierno del pueblo por sí mismo; pero en realidad habrá recibido la peor forma: la oclocracia, la dictadura de la plebe» [11] .


Esta dictadura no es hoy ya tan sólo una amenaza que pende sobre los pueblos blancos, sino que nos hallamos bajo su pleno imperio, y de un modo tan profundo y evidente que ni siquiera lo notamos. La «dictadura del proletariado» – esto es: de sus beneficiarios, de las organizaciones obreras y de los funcionarios de los partidos políticos de todas las tendencias – es un hecho consumado, ya sea porque los gobiernos están formados por ellos o bien porque están dominados por ellos debido al miedo de la «burguesía». Eso fue lo que Mario se propuso; pero fracasó debido a su total carencia de dotes de estadista. Tanto más poseyó su sobrino César quien puso fin a la terrible era revolucionaria mediante su forma de la «dictadura de arriba», que substituyó la anarquía partidista con la autoridad ilimitada de una personalidad superior; una forma que quedaría para siempre relacionada con su nombre. Su asesinato y las consecuencias del mismo ya no pudieron cambiar nada.. A partir de él, las luchas no fueron ya ni por dinero, ni por la satisfacción del odio social, sino tan sólo por la posesión del poder absoluto.


Lo relatado no tiene nada que ver con la lucha entre el «capitalismo» y el «socialismo". Por el contrario: la clase de los grandes financistas y especuladores, los equites romanos – una denominación que desde Mommsen se traduce equivocadamente por "caballeros" – se entendieron siempre muy bien con la plebe y con sus organizaciones, los clubes electorales (sodalicia) y las bandas armadas, como las de Milón y Clodio. Financiaron las elecciones, los motines y los sobornos. A cambio, C. Graco les entregó las provincias para su explotación ilimitada y bajo la protección del Estado. En ellas generalizaron la más espantosa miseria con sus depredaciones y sus negocios usurarios, y vendieron como esclavos a los pobladores de ciudades enteras. Además de ello, sobornaron a los tribunales de justicia en los cuales podían así juzgar sus propios delitos y absolverse mutuamente. En reciprocidad, le prometieron de todo a C. Graco; pero lo abandonaron – tanto a él como a sus seriamente pensadas reformas – ni bien tuvieron aseguradas sus propias prerrogativas. Esta alianza entre la Bolsa y el sindicato existe hoy igual que en aquél entonces. Está basada en la evolución natural de tales épocas, porque surge del odio común contra la autoridad del Estado y contra los líderes de la economía productiva, que le ponen límites a la tendencia anarquista de ganar dinero sin esfuerzo. Mario – políticamente un pobre hombre como tantos otros populares jefes de partido – y sus satélites Saturnino y Cinna, no pensaban de un modo diferente al de Graco. Por eso Sila, el dictador del lado nacional, después de tomar Roma por asalto, produjo entre los financistas una terrible carnicería. De la misma, dicha clase no se repuso jamás. Desde César la misma desaparece por completo de la historia como elemento político. Su existencia como poder político se hallaba íntimamente ligada a la época de la anarquía democrática partidista y no la sobrevivió.






11. No económica sino urbana: disolución de la sociedad






Esta revolución, que duró más de un siglo, no tiene esencialmente nada que ver con la "economía». Constituye un largo período de descomposición de la vida total de una cultura, incluyendo a la cultura misma como cuerpo viviente. Se descompone la forma interior de la vida y, con ella, la fuerza de exteriorizarla por medio de obras creadoras – que, en conjunto, constituyen la historia de los Estados, las religiones y las artes – expresándola luego de haber alcanzado el punto máximo de sus posibilidades. El individuo, con su existencia privada, sigue la marcha de la totalidad. Su acción, su conducta, su voluntad, su pensamiento y su experiencia constituyen necesariamente un elemento, por mínimo que sea, de esta evolución. Si a esto lo confunde con meras cuestiones económicas, ello ya es un signo de la decadencia que se produce también en su interior; ya sea que lo advierta y lo reconozca, o no. Se sobreentiende que también las formas económicas son cultura en el mismo grado que los Estados, las religiones, los pensamientos y las artes. Pero de lo que hoy se habla no es de las formas de la vida económica, que nacen y se extinguen independientemente de la voluntad humana, sino del producto material de la actividad económica que hoy se equipara directamente con el sentido de la cultura y de la historia; siendo que su disminución se interpreta, de un modo completamente materialista y mecanicista, como «causa» y contenido de la catástrofe mundial.


El escenario de esta revolución de la vida, y al mismo tiempo su «territorio» y su expresión, es la gran ciudad, tal como ésta comienza a formarse en la declinación de todas las culturas. En este mundo de piedra y petrificante se aglomera cada vez más el pueblo desarraigado que le resulta sustraído al agro campesino. Es «masa» en un sentido espantoso; es arena humana informe con la que pueden, sin embargo, amasarse productos artificiales y, por tanto, efímeros, como los partidos políticos y las organizaciones diseñadas de acuerdo con programas e ideales, pero en los que se han extinguido las fuerzas del crecimiento natural – impregnado de tradición por la secuencia de las generaciones – y, sobre todo, se ha extinguido en ellos la fertilidad natural de toda vida, el instinto de la perduración de las familias y de las estirpes. La abundancia de hijos, el primer signo de una raza sana, se convierte en algo molesto y ridículo. Es éste el signo más grave del «egoísmo» de los hombres de las grandes ciudades; de estos átomos devenidos en independientes. Este egoísmo no es la antítesis del colectivismo actual; entre ambos no hay ninguna diferencia. Un montón de átomos no está más vivo que un átomo aislado. Es la antítesis del instinto de continuar viviendo en la sangre de los descendientes, en la preocupación creativa por los mismos y en la perduración de su nombre. En lugar de ello, surge en cantidades inverosímiles la inteligencia desnuda, como única maleza del empedrado urbano. Esta inteligencia ya no es la profunda y sobria sabiduría de las viejas estirpes campesinas que se mantiene auténtica mientras perduran las estirpes a las que pertenece. Por el contrario, es el mero espíritu cotidiano, el de los diarios, el de la literatura de ocasión y de los mítines; es el espíritu sin sangre que roe con su crítica todo lo que de cultura auténtica, brotada y crecida, queda aún vivo y en pie.


Es que la cultura es una planta. Cuanto más perfectamente una nación representa a una cultura – a cuyos más nobles logros pertenecen los pueblos cultos mismos –; mientras más se halle constituida y formada en el estilo de una auténtica cultura, tanto más polifacética será su estructura, organizada por estamentos y jerarquías, con distancias inspiradoras de respeto desde el campesinado arraigado hasta los estratos dirigentes de la sociedad urbana. En esto, la vida y el destino del conjunto están determinados por el nivel de la forma, la tradición, la crianza y la moral; por el grado de superioridad innata de los linajes, los círculos y las personalidades dirigentes. Una sociedad entendida en este sentido, o bien se mantiene inmune a las clasificaciones racionalistas y las expresiones de deseos; o bien deja de ser. Una sociedad se compone sobre todo de categorías jerárquicas ordenadas y no de «clases económicas». La concepción materialista inglesa, que desde Adam Smith se ha desarrollado con – y a partir del – racionalismo creciente, fue integrada por Marx, hace casi cien años, en un sistema superficial y cínico. No se ha hecho más correcta por haberse impuesto y por dominar en la actualidad el pensamiento, la visión y la voluntad de los pueblos blancos. No es más que un signo de la decadencia de la sociedad. Ya antes de finalizar el presente siglo las personas se preguntarán con asombro cómo fue posible tomar en serio esta valoración de las formas y las jerarquías sociales según la condición de quienes «ofertan» y quienes «demandan» trabajo, o sea: según la cantidad de dinero que el individuo tiene o quiere tener como fortuna, renta o salario; en lo cual lo determinante es la cantidad de dinero, y no a la manera – dependiente de la posición jerárquica social del individuo – en que ese dinero fue ganado y convertido en genuina propiedad. Esta postura es la del proletario y la del «nuevo rico» que, en última instancia pertenecen al mismo tipo de persona; ambos son la misma planta del pavimento de las grandes ciudades, desde el ladrón y el agitador callejero hasta el que especula con Bolsa y con la política partidaria.


Pero «sociedad» implica tener cultura; tener forma hasta en el rasgo más mínimo de la actitud y del pensamiento; forma lograda por una prolongada educación de generaciones enteras en costumbres y cosmovisiones rigurosas que impregnan la existencia conjunta con mil deberes y vínculos nunca formulados en palabras y que sólo rara vez se hacen conscientes, pero que convierten en una unidad viva a todos los hombres que abarca, más allá muchas veces de las fronteras nacionales; tal como lo fue la nobleza de las Cruzadas y la del siglo XVIII. Esto es lo que determina la jerarquía; esto es lo que se llama «tener mundo». Esto es lo que entre las etnias germánicas se designó, ya casi místicamente, con el nombre de Honor. Este honor fue una fuerza que impregnó toda la vida de generaciones enteras. El honor personal fue tan sólo el sentimiento de la incondicional responsabilidad del individuo por el honor del estamento, el honor profesional y el honor nacional. El individuo vivía participando de la vida de la comunidad y la existencia de los demás era también, la suya. Lo que la persona hacía arrastraba consigo la responsabilidad de todos, y en aquellos tiempos un hombre no moría tan sólo espiritualmente cuando se deshonraba, cuando su sentido del honor o el de los suyos resultaba mortalmente herido, ya sea por su culpa o por culpa ajena. Todo lo que llamamos deber, la precondición de todo derecho auténtico, la sustancia básica de toda costumbre noble, procede del honor. El campesinado tiene su honor como lo tiene todo oficio; como lo tienen el comerciante, el oficial, el funcionario y las antiguas estirpes de los príncipes. Quien no lo tiene, quien «no le da valor» al hecho de ser considerado decente, tanto por criterio propio como por el de sus pares, ése es «infame». Ésta es la diferencia entre la nobleza, tal como la entiende toda sociedad auténtica, y la pobreza, la falta de dinero, como la entiende la envidia de las personas actuales después de haberse perdido todo sentido para la vida distinguida y para la sensibilidad distinguida y se ha hecho igualmente plebeyo el comportamiento público de todas las «clases» y de todos los «partidos».


En la antigua sociedad distinguida de Europa occidental – que, en cuanto a excelsitud de vida y exquisitez de las formas, alcanzó hacia fines del siglo XVIII algo que no podía ya ser superado, y que en algunos rasgos incluso comenzaba a ser quebradizo y enfermizo – surgió y creció todavía en los años 40 la exitosa burguesía anglo-puritana cuya ambición fue la de equiparar su estilo de vida al de la alta nobleza y, de ser posible, amalgamarse con ella. En esto, en la continua incorporación de nuevas corrientes de vida humana, se evidencia la fuerza de las antiguas formas desarrolladas de un modo natural.


Los terratenientes de la América del Sur española y de la América del Norte inglesa constituían ya desde mucho atrás una aristocracia conforme al modelo de los Grandes de España y los Lords ingleses. La aristocracia norteamericana fue aniquilada en la guerra civil de 1861/65 y sustituida por los parvenus de Nueva York y Chicago junto con la soberbia de sus millones. Todavía después de 1870 la nueva burguesía alemana creció dentro del marco de la estricta concepción de vida del oficial y del funcionario prusianos. Pero tal es la premisa de la existencia social: aquello que se eleva a los estratos superiores por sus aptitudes y por su fuerza interior, tiene que ser educado y ennoblecido por el rigor de la forma y la inflexibilidad de la moral a fin de representar y transmitir esa forma de allí en más, en la persona de los hijos y los nietos. Una sociedad viva se renueva incesantemente con sangre preciosa que afluye a ella desde abajo y desde afuera. La fuerza interior de la forma viva se demuestra por su capacidad de recibir, refinar y hermanar, sin volverse insegura. Pero en el momento en que esta forma de la vida deja de ser obvia, en cuanto tan sólo presta oído a la crítica sobre su necesidad, está acabada. Se pierde la percepción de la necesidad de la articulación que le señala a cada tipo de ser humano y a cada tipo de actividad humana su jerarquía en la totalidad; esto es: se pierde la capacidad de percibir la necesaria desigualdad de las partes, propia de toda estructura orgánica. Se pierde la capacidad para asumir la propia jerarquía con la conciencia tranquila y se desaprende el aceptar la subordinación como algo sobreentendido; y por consiguiente, en la misma medida los estratos inferiores desaprenden a prestar esa subordinación y a reconocerla como algo necesario y justificado. También en este ámbito, como siempre, la revolución comienza desde arriba para hacer después lugar a las revueltas de abajo. Los derechos «universales» se han otorgado siempre a quienes nunca pensaron en exigirlos. Pero la sociedad reposa en la desigualdad de los seres humanos. Se trata de un hecho natural. Hay seres vigorosos y hay débiles; existen los llamados a ser caudillos y los totalmente incapaces de serlo; hay creadores y estériles, honrados, perezosos, ambiciosos y conformes. Cada uno tiene su lugar en el ordenamiento del todo. Cuanto más importante es una cultura, cuanto más similar es su estructura al cuerpo de un noble animal o vegetal, tanto mayores son las diferencias de los elementos que la constituyen; las diferencias, no las antítesis, pues éstas se introducen recién de modo racional. A ningún criado eficiente se le ocurriría considerar a un campesino como su igual, y ningún capataz especializado admite que sus peones y ayudantes lo traten en un tono de igual a igual. Ésta es la percepción natural de las circunstancias humanas. La «igualdad de derechos» es antinatural; constituye el indicio de degeneración que presentan las sociedades que se han vuelto viejas; es el comienzo de su imparable descomposición. Es un dislate intelectual el querer sustituir con algo diferente la estructura de una sociedad que ha crecido a través de los siglos y se ha afirmado por medio de la tradición. No es posible sustituir la vida por otra cosa. A la vida le sigue sólo la muerte.


Y eso es lo que se intenta en última instancia. No hay intención de transformar y mejorar, sino de destruir. En toda sociedad constantemente descienden al fondo los elementos degenerados, las familias gastadas, los miembros decadentes de estirpes altamente capacitadas, los deformes y disvaliosos en cuerpo y alma. Basta con detenerse a ver estos personajes en asambleas, tabernas, manifestaciones y disturbios. De algún modo, todos ellos son malogrados; personas que, en lugar de poseer una raza vigorosa en el cuerpo, a causa de sus vidas fracasadas sólo tienen controversias estériles y venganzas en la cabeza mientras el órgano más importante de sus cuerpos es la boca. Constituyen la escoria de las grandes ciudades, el verdadero populacho; el bajo fondo, en todo sentido, que en todas partes se forma en oposición consciente al gran mundo y al mundo distinguido. Es la bohemia política y literaria; son los nobles degradados como Catilina y Felipe Igualdad, duque de Orleáns; universitarios fracasados, aventureros y especuladores, delincuentes y prostitutas, vagos y débiles mentales, mezclados con un par de tristes soñadores apasionados por cualquier ideal abstracto. Los une el indefinido afán de vengarse por una mala suerte cualquiera que les estropeó la vida, la carencia de todo sentido del honor y del deber, y una desenfrenada avidez por dinero sin trabajo y por derechos sin deberes. De éste ámbito nebuloso surgen los efímeros héroes de todos los movimientos populacheros y los de todos los partidos radicales. Aquí es dónde la palabra “libertad” recibe el sangriento sentido de las épocas que se hunden. Lo que con esa palabra se quiere expresar es la independencia de todos los vínculos que impone la cultura; el desechar toda especie de moral y de forma, el liberarse de todos los hombres cuya actitud en la vida se percibe, con sorda rabia, como superior. La pobreza sobrellevada con orgullo y en paz, el cumplimiento silencioso del deber, la abnegación al servicio de una misión o de una convicción, la grandeza en la aceptación de un destino, la fidelidad, el honor, la responsabilidad y el rendimiento; todo esto es un reproche permanente para los denominados «humillados y ultrajados».


Pues, repitámoslo, lo contrario de «distinguido» no es «pobre», sino «vulgar». El bajo pensar y sentir de este bajo mundo se sirve de la masa desarraigada de las grandes ciudades, insegura ya en todos sus instintos, para alcanzar sus fines y su propio placer de destrucción y venganza. Por eso es que en esta masa desconcertada se inyectan, por medio de constantes discursos y escritos, una «conciencia de clase» y un «odio clasista»; por eso es que se le describen, subvirtiendo su verdadero significado, las clases dirigentes, los «ricos» y los «poderosos», como criminales y explotadores, para que finalmente alguien se ofrezca como salvador y dirigente. Todos los «derechos del pueblo», parloteados por el racionalismo de arriba y provenientes de conciencias enfermas y mentes inconsistentes, terminan siendo exigidos desde abajo por los «desheredados» como algo obvio. Pero jamás han sido para el pueblo, pues siempre fueron otorgados a quienes ni siquiera habían pensado en exigirlos, como que ni hubieran sabido qué hacer con ellos. De hecho, no había por qué otorgarlos al «pueblo» en absoluto. Es que no estaban destinados al pueblo sino a la basura de los que se autodenominan «representantes del pueblo», con quienes se forma luego la camarilla radicalizada del partidismo que practica en forma profesional la lucha contra los poderes ordenadores de la cultura y somete la masa a su tutela mediante el sufragio, la libertad de Prensa y el terror.


Nace así el nihilismo, el odio subterráneo del proletario contra cualquier especie de forma superior, contra la cultura como concepto abarcador de esas formas superiores y contra la sociedad que es su sustrato y su resultado histórico. Que alguien tenga forma, que la domine, que se sienta bien en ella mientras que el hombre vulgar la siente como una cadena; que el tacto, el gusto y el sentido de la tradición sean cosas que forman parte del patrimonio hereditario de las culturas superiores y presupongan una educación; que haya círculos en los que el sentimiento del deber y la abnegación no sean ridículos sino motivos de distinción, los inunda de una sorda rabia. En épocas pasadas se agazapaba en un rincón y echaba espuma por la boca a la manera de Tersites, [12] pero hoy esa furia se extiende en forma amplia y general como cosmovisión por todos los pueblos blancos. Es que la época misma se ha vuelto «vulgar», y la mayoría de las personas ni siquiera saben hasta qué punto ellas mismas lo son. El trato desconsiderado en todos los Parlamentos; la predisposición generalizada a participar en negocios no muy limpios cuando ofrecen la posibilidad de ganar dinero sin trabajo; la música sincopada y los bailes negroides como expresión psíquica de todos los círculos; el maquillaje de prostituta adoptado por todas las mujeres; la manía de los literatos de ridiculizar en novelas y obras teatrales, en medio del aplauso general, los criterios estrictos de la sociedad distinguida; el mal gusto extendido hasta la alta nobleza y hasta las antiguas familias gobernantes; la tendencia a libertarse de toda obligación social y de toda costumbre antigua; todo ello demuestra que el populacho ha llegado a ser el que impone la moda. Pero mientras arriba las formas distinguidas y las viejas costumbres provocan sonrisas porque ya no se la lleva dentro como imperativos y no se sospecha que se trata de ser o no ser; abajo se desencadena el odio que quiere aniquilarlo todo y envidia todo lo que no es accesible a cualquiera, todo lo que sobresale y tiene que ser, por fin, derrocado. La sensibilidad vulgar se exaspera hasta la brutalidad no sólo ante la tradición y la moral, sino ante toda especie de cultura refinada, ante todo lo que es belleza, gracia, buen gusto en el vestir, seguridad en las formas del trato; ante el lenguaje selecto y la expresión corporal controlada que delata educación y autodisciplina. Un rostro de facciones distinguidas, un pie esbelto que pisa con ligereza y elegancia, contradicen toda democracia. El otium cum dignitate [13] en lugar de los espectáculos de boxeo y las carreras de caballos; la maestría en las artes nobles y la poesía antigua; incluso el placer de tener un huerto bien cuidado, con bellas flores y frutas raras; todo ello incita a incendiar, destruir y pisotear. La cultura, en su superioridad, es el enemigo. Porque a sus creaciones no cualquiera las entiende; porque no todos pueden asimilarlas; porque no están ahí «para todos»; por eso tienen que ser destruidas.


Y en eso consiste la tendencia del nihilismo: no se piensa en educar a la masa para elevarla a la altura de la auténtica cultura; eso es arduo y trabajoso, y quizás falten también para ello ciertas condiciones. Por el contrario: el edificio de la sociedad debe ser achatado hasta ponerlo al nivel de la plebe. Debe imperar la igualdad general: todo debe ser igualmente vulgar. La misma manera de conseguir dinero y de gastarlo en la misma clase de diversiones: panem et circenses – no se necesita más, ni se comprende más. La superioridad, las buenas maneras, el buen gusto y cualquier clase de jerarquía innata constituyen un delito. Las ideas éticas, religiosas y nacionales, el matrimonio orientado a tener hijos, la familia y la soberanía del Estado, son cosas pasadas de moda y reaccionarias. El cuadro de las calles de Moscú muestra la meta; pero no hay que engañarse: no es el espíritu de Moscú el que aquí ha vencido. El bolchevismo tiene su hogar en Europa occidental desde que la concepción anglo-materialista del universo, adoptada por los círculos que Voltaire y Rousseau frecuentaron como aplicados alumnos, halló una expresión eficaz en el jacobinismo del continente. La democracia del siglo XIX ya era bolchevismo, sólo que no poseía todavía el coraje de admitir sus últimas consecuencias. Desde la toma de la Bastilla y la guillotina promotora de la igualdad general hasta los ideales y las barricadas de 1848 – el año del Manifiesto comunista – no hay más que un paso; y sólo hay otro desde este último punto al derrocamiento del zarismo de estructura occidental. El bolchevismo no nos amenaza; ya nos rige. Su igualdad es la equiparación del pueblo a la plebe; su libertad es un librarse de la cultura y de su sociedad.