En este mundo de locura liberal.. todo lo que sea degradación.. decadencia..degeneración o envilecimiento en el hombre esta permitido y es fomentado...pero el verdadero pensamiento independiente que se salga de lo que dicta el sistema.. es severamente penado por todas las cortes del mundo...el "delito de opinión" es el peor crimen que se puede cometer en este mundo de pensamiento totalitario...Oder

sábado, 13 de diciembre de 2014

La Damnatio Memoriae del Nacionalsocialismo

Un antiguo nacionalsocialista se convierte en alguien infrecuentable para siempre jamás, mientras que el hecho de haber sido comunista no acarrea ninguna pérdida de prestigio ni de status social, incluso para quienes nunca han expresado arrepentimiento alguno. La menor vinculación, real o supuesta, con una ideología de la que se supone, con o sin razón, que tenga la más remota relación con el nacionalsocialismo, constituye una indeleble marca de infamia que acarrea la denuncia y la exclusión. 

Un escritor del colaboracionismo francés de la Segunda Guerra forma parte para siempre jamás de los «malditos», pero a un escritor o a un artista estaliniano no se le niega retrospectivamente ningún homenaje a causa de su estalinismo. Se podrían dar incontables ejemplos de estao. diferencia de trato, la misma afecta tanto a los hombres como a las ideas, también pesa sobre el panorama político, el nacionalismo es corrientemente asimilado al Fascismo, el cual es a su vez asimilado al nacionalsocialismo, mientras que el socialismo nunca es considerado como potencialmente estalinianista. 

La Derecha siempre es sospechosa de fascismo, mientras que el comunismo, pese a sus errores, se supone que pertenece a las fuerzas de progreso. La puesta en venta de un libro nacionalsocialista suscita vehementes protestas y cae sobre él el peso de la ley, mientras que la venta de un libro comunista no suscita ningún comentario particular. 

No se le perdonaría a un escritor fascista haber redactado un himno a la gloria de la Gestapo (cosa que, por lo demás, nunca sucedió), pero que Louis Aragon haya podido cantar las virtudes del GPU [Directorio Político Estatalsoviético, o que Pablo Neruda se haya extasiado alabando a Stalin] nunca ha dañado en lo más mínimo a su reputación. Se hacen burlas del «anti-comunismo primario» y se alaba a los comunistas porque, al menos, combatieron a Hitler, pero a nadie se le pasaría por la cabeza ironizar sobre el «anti-nazismo primario», ni alabar a los nacionalsocialistas por haber combatido al menos a Stalin. Se califica al estalinismo de «desviación» del ideal comunista, mientras que a nadie se le ocurre ver en el nacionalsocialismo una «desviación» del ideal fascista. 

Se tenía derecho a equivocarse sobre el comunismo, pero no sobre el nacionalsocialismo . En suma, cualquier compromiso con el nacionalsocialismo desacredita absolutamente, mientras que los compromisos con el comunismo siguen siendo considerados faltas comunes y veniales. No sólo la denuncia del nacionalsocialismo sobrepasa a la del comunismo, sino que tiende paradójicamente a incrementarse conforme va pasando el tiempo. Más de cincuenta años después de la caída del Tercer Reich, los crímenes nacionalsocialistas, no los crímenes comunistas, son objeto de una ininterrumpida avalancha de libros, películas, emisiones de radio y televisión. La damnatio memoriæ [condenación del recuerdo] del nacionalsocialismo —enfatiza Alain Besançon—, lejos de conocer la menor prescripción, parece agravarse de día en día. Más de medio siglo después de su muerte, Hitler prosigue una brillante carrera en los medios de comunicación, mientras que Stalin ya está casi olvidado. 

En 1989 el sistema comunista se desmoronó por sí solo ante los asombrados ojos de quienes, pocos meses antes todavía, aseguraban que el bloque soviético era más poderoso que nunca y que el Ejército Rojo se preparaba a invadir Europa Occidental . Esta implosión, cuyas circunstancias exactas nunca han sido hasta ahora seriamente estudiadas, se produjo sin acarrear ningún gran cuestionamiento entre la opinión. No sólo no se ha llevado en ningún sitio a los antiguos dirigentes ante los tribunales, sino que casi en todas partes salvo en Alemania y en la República Checa se les ha autorizado a proseguir, bajo una u otra etiqueta, su carrera política, habiendo incluso conseguido a veces regresar al poder.  

En Austria, el ex presidente Kurt Waldheim, antiguo Secretario General de la ONU, sufrió por el contrario un general ostracismo cuando se descubrió su «pasado nacionalsocialista». Esta amnistía de hecho no ha suscitado en Occidente ninguna protesta ni ninguna sorpresa especial. Nadie piensa en convertir en museos los antiguos campos soviéticos, ni siquiera en alzar monumentos a las víctimas del terror estaliniano. 

 En Francia, donde un partido nacionalsocialista sería prohibido de inmediato, nadie duda de la legitimidad y hasta de la honorabilidad del Partido Comunista, antiguamente financiado por Stalin y que se mantuvo durante casi medio siglo a las órdenes de Moscú, y ello a pesar de todo lo que hoy se sabe sobre su pasado en la Komintern. Cuando la Derecha le criticó a Lionel Jospin su alianza con dicho partido, él incluso se declaró orgulloso de contar con ministros comunistas en su gobierno. Mientras que ningún fascista francés se ha designado nunca a sí mismo como «hitleriano», los dirigentes del PCF, en cambio, se han glorificado durante mucho tiempo de ser estalinianos. En el pasado, a los anti-fascistas siempre se les creyó de inmediato, mientras que quienes denunciaban el comunismo eran considerados a menudo como fabuladores o espíritus partidistas. 

El 13 de Noviembre de 1947, después de que Victor Kravchenko hubiera desvelado, en Yo Escogí la Libertad, la realidad del sistema soviético de campos de concentración, el periódico comunista Les Lettres Françaises lo trató inmediatamente de falsificador y de borracho. Ello dio lugar a un juicio por calumnias, que tuvo lugar en París del 24 de Enero al 4 de Abril de 1949. Otro signo revelador: sólo cuando ha sido adoptado por antiguos comunistas decepcionados es cuando se ha empezado a considerar creíble el discurso anti-comunista. Sus pasados extravíos han sido considerados como una especie de garantía de su nueva lucidez, mientras que se sigue considerando sospechoso el hecho de haber sido lúcido desde un comienzo. Y, por lo demás, sólo se les consideró creíbles sobre la base del renombre adquirido en los tiempos de sus antiguos extravíos.


La situación, hoy, sólo ha evolucionado en parte. Dos años después de caído el muro de Berlín, Guy Sitbon todavía podía escribir: Finalmente, ¿es seguro que el comunismo tendrá que enrojecerse por su balance en Rusia, en el Imperio, o en China?. Resulta también significativa la forma en que los medios de comunicación han dado cuenta de la película que Jean-François Delassus y Thibaut d'Oiron [Hitler y Stalin. Amistades Peligrosas, canal FR-3, Nov.-Dic. 1991] han realizado sobre el pacto germano-soviético y el reparto de Polonia: pese a sus evidentes cualidades, se ha podido leer en L'Histoire que la película tendría el defecto de querer demostrar a toda costa que el sistema soviético es la mayor plaga que ha conocido nuestro siglo, efectuando una comparación entre los dos sistemas, el comunista y el nacionalsocialista, que va en detrimento de Stalin. 


En cuanto a los crímenes del comunismo, todavía se acostumbra frecuentemente a no calificarlos de tales. Jean Daniel escribe por ejemplo que el comunismo estaliniano recurrió a medios nacionalsocialistas, cuando sería probablemente más adecuado a la verdad histórica decir que es el nacionalsocialismo el que utilizó medios comunistas, puesto que fue desde la época de Lenin, y por su expreso mandato, cuando el comunismo se lanzó deliberadamente en la vía del crimen contra la Humanidad como medio de gobierno.

jueves, 4 de diciembre de 2014

Apología a la Barbarie




En recuerdo de Ernst Jünger.

Heidegger describe la época actual como la del tiempo de la indigencia: "Es el tiempo de los dioses que han huido y del dios que vendrá", en esta circunstancia con un estilo y una tradición cultural diferente, aparecen tres escritores: Ernst Jünger, Yukio Mishima y Ezra Pound que por caminos distintos anuncian el cierre de un ciclo y de una forma cultural agotada: la de la cultura racionalista.
A su manera y con una personalidad propia, opuesta al igualitarismo y al colectivismo, cada uno de ellos desarrolla una apología de "la barbarie". Partidario de la tradición (Jünger), un héroe y un esteta (Mishima), y el enemigo de la usura, forjador de los cantos (Pound), se aproximan a la barbarie ¿Cómo encarnan esa nueva barbarie? Los valores bárbaros de acuerdo a Nietzsche son aquellos que permanecen cargados de sentido y de vitalidad, separados de las abstracciones y de las justificaciones humanitarias, portadores de un para sí y de una acción incondicional. En parte corresponden a la descripción que Cioran hace del pensamiento reaccionario: «Esa idolatría de los comienzos, del paraíso ya realizado, esa obsesión por los orígenes es el signo distintivo del pensamiento reaccionario, o si se prefiere, tradicional». Los tres escritores han tenido el atrevimiento de reaccionar contra su circunstancia, mas su afirmación no consiste en una respuesta reactiva, se propone remontar el tiempo en que surge, crear valores y rebasar los existentes. En este sentido Jünger, Mishima y Pound representan un claro desafío a la rebelión de las masas, a la lógica del poder burgués y al conocimiento materialista.

Por senderos distintos, en la experimentación existencia! y artística de vías de realización diferentes buscan por la voluntad de Poder, hallar la voluntad del Origen. El itinerario de la «pregunta por el Origen», significa el retorno a las fuentes, la marcha hacia lo primigenio, el encuentro con la raíz. Jünger concebirá la figura del trabajador, del guerrero y del anarca. Mishima revitalizará la tradición samurai. Pound tratará de poetizar la política. Por ahora no juzgo el sentido de esos fines ni la idoneidad de sus propósitos.
Apología de la barbarie o clausura de la actual civilización: «Yo simplemente quiero otra civilización» (Ezra Pound). Esa apología ha sido descrita por el español Isidro Juan Palacios como el opio de la ciudad, el estado de postración de la «masa de los durmientes», que en las torres ciclópeas de las grandes ciudades hacinan su existencia nómada y desarraigada, en la senectud de la civilización: «Es tarde para que prenda en la sociedad contemporánea la alarma, pues los habitantes de la urbe están —cercana ya la noche— demasiado despreocupados y con escasísima vigilancia, preparando la nueva fiesta de la ociosidad absoluta, de la fiesta sin entraña, de la servidumbre del placer indomado: la última etapa de la decadencia que precede al derrumbe… y a la instauración de lo nuevo».
Trataré de matizar brevemente esa revuelta contra el mundo moderno que representa las vidas y las obras de Jünger, Mishima y Pound. Jünger se propondrá superar el nihilismo como el «estado normal de la humanidad» a través del nihilismo activo. Su participación en las dos guerras mundiales, como su actividad en los «cuerpos francos» de la entreguerra, postularán por el «dominio y la forma» el abatimiento de la civilización producto del Siglo de las Luces y de la mentalidad cientificista del siglo XIX, esa aspiración se plasmará en el intento de «dotar de sentido» a la figura del trabajador. El trabajador comprendido como una manifestación articulada del soldado y del técnico, que según Heidegger proporcionaba «una forma» a Zaratustra. Sin embargo el trabajador como operario de una obra épica y colectiva no tiene sentido en una edad en que la guerra ha dejado de tener una relación orgánica con el hombre, y en que el mismo héroe es de acuerdo a Hegel un «simple funcionario del Espíritu Absoluto». El trabajador, deberá entonces ser reemplazado por el anarca. La apología de la barbarie se expresará en el dar la espalda a lo social, en habitar la soledad del bosque, en renunciar a la salvación de los otros. El anarca es por excelencia el nuevo bárbaro que no reconoce su misión a las órdenes, a las banderas, a los regimientos. El anarca muchas veces vive en la ciudad pero su existencia está separada de la masa. Su vida se revela como una poética de la destrucción y de los instantes privilegiados.
Mishima, por su parte, afirmará dos caminos: el de las letras y el de la acción. En la vía de la literatura se manifiesta el ser femenino, que sólo pasivamente puede actuar en el mundo. Ese contemplar la realidad sin penetrarla es advertido como «un hablar y decir», un simple juego de palabras, que remite a la idea de Hólderlin de la poesía como «la más inocente de todas las ocupaciones». Mishima exigirá al mundo de sueños de la literatura la facultad de la decisión. Su ser se rebelará contra lo inofensivo: querrá preparar su cuerpo para asumir el poder de la acción. El esteta Mishima, de un palacio rococó, extasiado en la imagen del martirio de San Sebastián tendrá que «hacer de su propia vida una obra de arte» (Yukio Mishima). Ese deseo lo encontrará paradójicamente en otra de las caracterizaciones de la poesía como «el más peligroso de los bienes». Mishima vencerá el tiempo de indigencia —en que los dioses se han retirado— con su propio sacrificio. Romperá el falso respeto de una paz permanente impuesta por los aliados y la civilización occidental a Japón al término de la segunda guerra mundial. La palabra de Mishima, dejará de ser una diversión inocua, una negación de la decisión, una apuesta desfalleciente a la perennidad. Mishima asumirá el credo de la Yomeigaku, de la doctrina de la acción: «Saber y no actuar es no conocer». Para vencer la «noche del mundo» se abismará, correrá el peligro de perder el ser, vivirá con su seppuku o sacrificio ritual el máximo riesgo de la palabra. Tendrá la audacia inaudita de realizar un acto de valor incondicional en un mundo en que impera la cobardía: el no confrontar el ser, la raza de los hombres en fuga.
Pound vivirá en dos vertientes la apología de la barbarie. Se revelará contra el ambiente académico y la concepción de la poesía como un decir que no es responsable de la acción de la usura. Así criticará una y otra vez, la educación universitaria como una transmisión muerta de conocimiento. La función social del escritor consistirá en escribir bien, con la máxima precisión y con economía en los términos. Esa función social debe estar unida a la ética: de ahí que Confucio recomendara a sus discípulos la lectura de las Odas para la perfección de su carácter. La poesía expresa un conocimiento exigente y una civilización tiene la poesía que se merece. Mas la poesía debe ser hablada y escrita en una realidad en que impera neschek, la usura corrosiva. La usura afecta no sólo la vida económica de los hombres sino la manera de pintar un cuadro, de comprender una lectura, de escribir un libro. Si el demonio de la política, según Max Weber, hace perder el alma, resulta necesario poetizar la política. Poetizar el limo para acuñar la forma. Forjar el canto para que cada quien cumpla su papel y reine la «armonía». Aun cuando ese poetizar ese responder por la belleza del ser se derrumbe ante el orden operístico del milenarismo fascista y valga ser internado en un manicomio.
Jünger, Mishima y Pound conforman la divina horda con que la nueva barbarie prepara su asalto. Sus armas son los cantos y el ser, su zona la del «nihilismo perfecto». Sus adversarios los amantes de la fealdad, de la uniformidad, de la nivelación.
Ahora bien, ¿esa barbarie a dónde conduce?, ¿por qué es necesario en la postmodernidad referirse a ella? Si pueden objetarse cada uno de los senderos escogidos por estos escritores, su decisión de revertir la circunstancia, de no permanecer esclavos de los criterios de su época indica un problema más profundo que la «inadaptación», la «egolatría del artista», el «individualismo pequeño-burgués», o cualquiera otras de las figuras con que el hombre moderno, alejado de la metafísica, procede a digerir la disidencia de los artistas, que hoy deben cumplir la misión del vagabundo, del filibustero, del aventurero en una sociedad secularizada, cuya estructura se finca en la negación del mito y de la aventura.
La postmodernidad no sólo quebranta la fe dogmática en el progreso y la evolución lineal que caracteriza el ser moderno, se pone asimismo de manifiesto el eclipse del intelectual orgánico, partidista y militante. Ni Jünger ni Mishima ni Pound entregaron su conciencia personal a un sistema único de ideas, a un monismo mesiánico o a una estructura burocrática. Jünger se mantuvo distante del nacional-socialismo alemán, y fue el primer novelista que lo criticó en lo que representaba de revolución plebeya y promiscua en su texto Sobre los acantilados de mármol. Mishima se opuso a la derecha liberal japonesa defensora de la «paz perpetua» y del «crecimiento capitalista». Pound fue considerado siempre un extravagante por los burócratas fascistas y nunca aceptó ser una voz partidaria.
La postmodernidad que Octavio Paz ha estudiado en lo que significa de «desengaño» sobre las certidumbres de la modernidad, tiene quizá una virtualidad inexplorada: la del surgimiento de un intelectual distinto al del «arte por el arte», y diferente, también, del intelectual misionero y proselitista. Ese intelectual que no cree en el Estado, que permanece al mismo tiempo independiente de la sociedad civil, es por principio un bárbaro, un ser desmesurado, cuyo tipo aún no ha sido definido, ya que subvierte la normalidad racional y la función del intérprete de lo social.
La desmesura del intelectual que parece emerger en la pleamar de la modernidad, no tiene relación directa con el ideal romántico, o con la fiebre dionisíaca. Esa desmesura es contradictoriamente serena. Obedece a un rebasamiento de los puntos de referencia modernos: democracia, ciencia, felicidad. El frágil equilibrio con que la sociedad ha tratado de marcar los cauces de la inteligencia se encuentra en crisis. El intelectual no puede teorizar más sobre las utopías, éstas se han transformado en catástrofes o en cementerios. Le está negada de antemano la posibilidad de la reforma altruista, y la razón del Estado ha petrificado a las revoluciones. El intelectual —desconcertado— no sólo observa la invasión de las masas sino la masificación del poder: el intelectual es absorbido y devorado por el poder de la sociedad moderna, se transforma en un objeto de la razón calculador.
La apología de la barbarie se refiere a ese agotamiento, y al tipo de un nuevo intelectual cuyo rango esencial es probable que sea su misma atipicidad. Jünger, Mishima y Pound andan sobre esa línea, en que el pasado reciente se desmorona y no aparece aún la claridad del día. Su barbarie ha soportado la historia aunque los políticos crean que ellos la han dirigido, representan la palabra que recobra la facultad de decidir en el tiempo de indigencia, tiempo de postmodernidad en que debemos resolver «si nos prometemos a los dioses o nos negamos a ellos».

Fuente : libreria-argentina.com.ar

Brasillach, infante y mártir


No pierdas la sonrisa ni siquiera cuando te vayan a ejecutar.. Robert Brasillach.
El 6 de febrero de 1945 el escritor francés Robert Brasillach, juzgado culpable de traición a la patria, fue fusilado en el fuerte de Montrouge, a las puertas de París. Tres días antes, el general De Gaulle, jefe del gobierno provisorio surgido de la Liberación, había recibido la visita de Jacques Isorni, abogado defensor de Brasillach, y lo había escuchado durante trece minutos sin decir una palabra. Cuando Isorni le quiso dejar una copia de la petición de gracia firmada por destacados escritores franceses, el General replicó que no era necesario; sólo preguntó si entre las firmas figuraba la de Abel Hermant. Isorni se indignó: Hermant, colaboracionista notorio, estaba preso. “La mayoría de los firmantes son adversarios de Brasillach”, informó antes de retirarse. La orden de ejecución, firmada por De Gaulle, está fechada ese mismo 3 de febrero en que Isorni terminó su visita a las 22.30. ¿Fue firmada en la hora y media siguiente? ¿Tenía De Gaulle ya tomada su decisión antes de la visita del abogado?


The Collaborator, libro reciente de Alice Kaplan —profesora en Duke University y autora de French Lessons, estudio sobre la relación entre la vida intelectual francesa y el fascismo—, suscita múltiples resonancias actuales, más allá de lo que anuncia su discreto subtítulo: “El proceso y la ejecución de Robert Brasillach”. El nombre de este autor, casi olvidado fuera de Francia, se ha convertido en objeto de manipulaciones múltiples en su país, tanto mas incómodas porque basadas sobre hechos incontrovertibles.
Hasta 1939, Brasillach había sido un escritor “prometedor”, aunque el mérito literario de sus novelas ha sido exagerado después de su muerte. Su itinerario periodístico, de la derecha católica tradicional de L’Action Française hasta los grupos fascistas más rastreros de Je Suis Partout, puede explicar que, tras la derrota de 1940, haya estado entre los más entusiastas propagandistas de la colaboración. Ya en 1937 había asistido al congreso del partido nacio-nalsocialista en Nüremberg y había escrito un reportaje entusiasta sobre la nueva Alemania: “Cien horas con Hitler”. Su obra, sin embargo, no se agota en panfletos circunstanciales. Estudioso de los clásicos, Brasillach había publicado un libro sobre Virgilio; crítico literario, un estudio sobre Corneille; autor teatral, una adaptación de las minutas del proceso de Juana de Arco; también cinco novelas, un ensayo sobre el teatro contemporáneo y, en colaboración con Maurice Bardèche, una historia del cine reconocida como precursora y dos volúmenes sobre la Guerra Civil española.
Entre septiembre de 1939 y mayo de 1940, Brasillach redactó este libro impar: Notre avant-guerre, que la editorial Plon publicó en 1941, cuando el autor aún era, como tantos soldados franceses derrotados en 1940, prisionero de guerra. Brasillach sentía la necesidad imperiosa de dejar alguna huella de una época que había vivido, la de su juventud, época que la guerra había clausurado definitivamente. Al redactar ese libro no sabía que poco más tarde iba a ser liberado por el ocupante alemán, que lo consideraría útil en su actividad de hombre de letras. En la evocación de Brasillach, donde la minucia del memorialista se une a la melancolía de una pérdida irreparable, se halla el testimonio de una vocación literaria que florece a medida que un joven provinciano descubre la capital, hace amistades unidas por un mismo entusiasmo intelectual e ideológico y va definiendo estos sentimientos al calor de la Guerra Civil en España y del triunfo del Frente Popular en Francia.
Notre avant-guerre, libro conmovedor por la candidez que lo anima, inquieta porque convida a asistir a la formación casi espontánea, a partir de una sensibilidad predispuesta, de un fascista sincero. En sus páginas resulta particularmente reveladora la crónica del desarrollo del antisemitismo, que el autor presenta como consecuencia directa del acceso al gobierno de Léon Blum.1 “El francés es antisemita por instinto, desde luego, pero no le gusta parecer que persigue inocentes por vagas cuestiones de piel”, escribe antes de trazar el cuadro de una sociedad que iba a redescubrir un impulso “casi desconocido en Francia desde el affaire Dreyfus, quiero decir el antisemitismo”. No se trata sólo del “número impresionante” de judíos ministros y funcionarios en el Frente Popular: “el cine prácticamente cerraba sus puertas a los arios. La radio tenía acento idisch.”
Al recordar dos números especiales de Je Suis Partout (15 de abril 1938 y 17 de febrero 1939), donde Lucien Rebatet publicó cantidad de documentos, en el primero sobre los judíos en el mundo y en el segundo sobre los judíos en Francia, Brasillach evoca la necesidad de elaborar un estatus “razonable” para los judíos y busca diferenciarse del “antisemitismo instintivo”, cuyo “profeta” era Céline. (Define Bagatelles pour un massacre como “un libro torrencial, de una alegre ferocidad, excesivo por cierto, pero de una grandiosa elocuencia. No hay en él razonamiento, sólo ‘la rebelión de los indígenas’. Su triunfo fue prodigioso.”) En el editorial que presentaba el primero de esos números especiales de Je Suis Partout, redactado enteramente por Rebatet, Brasillach había expuesto la necesidad de ese estatus como “protección para los judíos” tanto como para “nosotros”; apelaba a un antisemitismo “de razón” contra el antisemitismo “de instinto”. Aun en el editorial del número de 1939 empieza proclamando: “En primer término, nada de persecución.” Rebatet iba a reprocharle, a él tanto como a Maurras, el ejercer un antisemitismo “incompleto”: “la definición del judío debe ser racial”, exigía.
Una vez liberado y reunido con sus compañeros de Je Suis Partout, Brasillach, joven lector de Proust y de Claudel, se desliza por una pendiente que le sería fatal: en primer término, corrige una adaptación de Bérénice de Racine escrita en el campo de prisioneros, convertida para la ocasión en una diatriba antisemita; también empieza a denunciar regularmente en el periódico a quienes observan una actitud reticente ante el ocupante; más aún: a publicar direcciones donde se decía que se escondían “subversivos”, a revelar los apellidos originales de quienes habían debido maquillar su identidad para sobrevivir. Este aspecto de su labor lo convirtió en un ejemplo de bajeza aun para muchos entre quienes compartían sus ideas.
(Las autoridades de la ocupación —es necesario recordarlo— desconfiaban tanto del vociferante Céline como del obsecuente Montherlant, tampoco sentían simpatía por monárquicos como Maurras o Léon Daudet ni por católicos como Claudel y Mauriac. Ninguno de ellos aparece en una lista alemana de “irreprochables”, donde el nombre de Brasillach tiene por vecinos a Drieu La Rochelle y Alphonse de Chateaubriant, al historiador Benoist-Méchin y el editor Bernard Grasset.)2
El momento culminante de esta escalada en la ofuscación llegó en el año, decisivo para la Francia ocupada, de 1942. Si el 6 de julio, días antes de la razzia del velódromo de invierno, Pierre Laval proponía públicamente que el gobierno no vacilara ante “la deportación de menores de dieciséis años”, el 24 de septiembre del mismo año podía leerse en Je Suis Partout: “Hay que separarse de los judíos en bloque, sin guardar a los pequeños: en esto lo humanitario está de acuerdo con el sentido común”. Las consecuencias para Brasillach de esta declaración (anónima, pero de la que como redactor jefe asumía la responsabilidad), que iba a ser citada durante su proceso, no podían sino serle fatales en los meses que siguieron a la Liberación.
Un año después de haberla publicado, en 1943, ocurre el desembarco aliado en Italia y Brasillach abandonaba el puesto de jefe de redacción en Je Suis Partout. Ese alejamiento no se debió a ningún oportunismo, aunque coincide con el momento en que toda Europa siente cambiar la dirección del viento. Sigue publicando artículos en Révolution Nationale, donde colabora Drieu. Su posición, y en esto se opone claramente a su camarada Rebatet, es la de rehusar la línea política que sólo ve un porvenir para el fascismo en el triunfo del Tercer Reich.

Después de la guerra, Brasillach iba a ser juzgado en un país donde escritores y periodistas menos notorios, que tuvieron conductas más comprometidas que la suya, cumplieron penas de pocos años de prisión. Céline, el más feroz abogado de la exterminación racial, iba a ser indultado en 1951; tras seis años de exilio en Dinamarca, pudo volver a Francia. En ese mismo país, el jefe de policía René Bousquet, ejecutor bajo la dirección de Reinhard Heydrich de la razzia del velódromo de invierno en junio de 1942, tras un proceso demorado con chicanas formales durante cuatro años, fue finalmente indultado por innominados “servicios prestados a la Resistencia”: al dejar la policía, también en 1943, habría sustraído archivos que más tarde cedió, con seguro instinto del beneficio futuro por obtener, a quienes se enrolaban a última hora en la clandestinidad.
El proceso de Robert Brasillach fue expedido en tres sesiones públicas y el escritor fue prestamente enviado ante el pelotón de fusilamiento en una fecha simbólica, elegida para coincidir con el aniversario del frustrado levantamiento fascista de 1934. Lo defendió un abogado que era inquilino del fiscal, y lo juzgaron jueces y magistrados que se habían desempeñado en el sistema judicial del régimen de Vichy. Jean Paulhan fue el primer intelectual antifascista en elevarse contra la inutilidad y ocasional ignominia de los procesos de “depuración”: “ni jueces ni delatores” fue la divisa que propuso a los colegas tentados por integrar los comités que compilaban listas negras. El de Brasillach fue el último fusilamiento de la Liberación. Muchos periodistas, refugiados en Baden-Baden, esperaron a que se calmaran los ánimos antes de negociar su situación legal. (Brasillach no los había seguido pues, en los últimos días antes de la Liberación, se entera de que su madre ha sido arrestada en Sens, zona ya evacuada por el ejército alemán; tácitamente, se la mantenía como rehén hasta el momento en que su hijo se entregara…) Un año después de su ejecución, Simone de Beauvoir manifestó su acuerdo con la sentencia pero desdeñó el cargo de “traición” y planteó el caso en términos filosóficos; 17 años más tarde diría que “hay palabras tan asesinas como las cámaras de gas”. Fue, también, uno de los primeros testigos en atreverse a publicar, desde la oposición ideológica, su admiración por la dignidad y la coherencia de Brasillach ante sus jueces. Es posible que reacciones como la suya hayan pesado en favor de otros inculpados de connivencia con el enemigo.

Lucien Rebatet, por ejemplo, sólo conoció la cárcel; en sus memorias llega a suponer que fue la muerte de su amigo lo que le salvó la vida: “Il a payé pour nous…”, escribe.3 El mariscal Pétain, héroe de la Primera Guerra Mundial, anciano bienamado de la Francia humillada de 1940, que se declaraba “inmolado” (“J’ai fait don de ma personne”) para aliviar la desdicha de una ocupación extranjera, fue condenado a prisión perpetua, donde moriría en 1950; su primer ministro Laval, político populista, individuo tosco, plebeyo, negociador de comité, había sido fusilado sin mayor debate. Como en el cinematógrafo, también en la vida hay estrellas y papeles secundarios…

El primer mito de la posguerra fue el de una mayoría resistente y una minoría colaboracionista que debía ser castigada. Esta genial ficción política del general De Gaulle le permitió evitar una guerra civil. Tal vez, desde el punto de vista de los “intereses más altos de la nación” (que suelen traducirse en términos bajamente políticos), la condena de Brasillach tenia sentido en ese frágil presente entre la Liberación de París (agosto de 1944) y la caída de Berlín (mayo de 1945), que marcaría el final de la guerra en Europa. El hombre que surge del estudio de la profesora Kaplan —como anteriormente del estudio de otro universitario norteamericano—4 es ante todo un individuo sincero, mucho más en todo caso que tantos de sus compatriotas. Sensible aun en la abyección a que sus opciones ideológicas lo llevaron, sin duda embriagado por la exaltación egotista propia del fascismo, se demostró tan poco acomodaticio que confió en la franqueza como mejor arma para enfrentar a los jueces de quienes dependía su vida… A ese hombre el fiscal no se privó de abrumarlo con alusiones a su presunta homosexualidad y a su relación con su amigo y coautor ocasional Maurice Bardèche.Casado con la hermana de Brasillach, Bardèche fue hasta su muerte en 1998 el principal artífice del segundo mito, el de Brasillach mártir. Fue él quien ordenó los textos de las obras completas, en doce volúmenes, publicadas en 1965 en una colección donde se beneficiaron con la vecindad de Colette y de Sartre. Esas obras “completas” omiten los pasajes más comprometedores para la estatua póstuma del mártir. En la posguerra, Bardèche alternó su obra de polemista (en “Nüremberg o la tierra prometida” llamó al tribunal que juzgó los crímenes de guerra “asamblea de reyes negros”) con estudios respetados sobre Stendhal, Balzac y Flaubert. En 1952 fundó Défense de l’Occident, revista donde el negacionismo y el neofascismo iban a hallar tierra de cultivo. Desde 1995, gracias a Bardèche, las novelas de Brasillach se reeditan por la firma Godefroy de Bouillon, nombre del cruzado antisarraceno del siglo xi. (Otros títulos de la casa: Justicia para el mariscal Pétain y ¿Debemos quemar a los árabes en Francia?) Una reedición de La Mort en face lleva posfacio de Jean-Marie Le Pen…
Pero no es sólo la derecha extrema quien se ha apropiado de la memoria de Brasillach. Ya en diciembre de 1948 se fundó en Suiza, en Lausana, una “Association des Amis de Robert Brasillach”, que dos años más tarde empezó a publicar sus Cahiers. En la década que empezaba, otra derecha (literaria, mundana) floreció en París alrededor de la editorial La Table Ronde. Sus representantes más notorios, hoy casi olvidados, formaron el cenáculo de escritores llamados les hussards; liderados por Roger Nimier, creyeron combatir la hegemonía intelectual del “compromiso” sartreano y de los compañeros de ruta mediante la reevaluación de escritores como Fraigneau, Déon o Chardonne, e idolatrando a Morand. Si Brasillach mereció el recuerdo de estos jóvenes, ese homenaje no ensalzó su reputación. Frente a la insignificancia de este grupo, adquieren mayor relevancia aún las voces aisladas de quienes conocieron problemas propios en el momento de la Liberación y sin embargo no vacilaron en arriesgarse para intentar defender a Brasillach: Anouilh, por ejemplo, que se encargó de recoger firmas para un pedido de clemencia durante el proceso, o Marcel Aymé. Edgardo Cozarinsky

Extracto del artículo “Tema de Infante y del mártir” en Letras Libres.

Imperium..un libro fundamental


En 1946, Yockey había llegado a Alemania y descubierto la obra de los “liberadores”: decenas de ciudades alemanas “limpiadas” a base de bombas de fósforo,seiscientos treinta mil muertos civiles, según la estimación más benévola, dieciséis millones de alemanes expulsados de sus hogares en Europa del Este,la limpieza étnica más grande de la Historia, jamás igualada y jamás denunciada, los ajustes de cuentas cometidos contra la población civil alemana en 1945-48, los prisioneros de guerra alemanes exterminados por el hambre por cientos de miles en los campos americanos y franceses, y la Cruz Roja que no tiene derecho a intervenir. Y el inicio de la aplicación del sádico plan Morgenthau destinado a transformar Alemania, sin tener en cuenta las consecuencias mortales para una gran parte de la población. Yockey, de personalidad sensible, apasionada, idealista, romántica, exaltada incluso, es marcado de por vida por este terrible espectáculo y jura dedicarse en cuerpo y alma a la lucha contra América y por el renacimiento de Europa. Su primer acto importante fue retirarse a un olvidado rincón de Irlanda y escribir en seis meses las seiscientas páginas de Imperium. El mensaje principal del libro es una condena definitiva de la civilización mercantilista liberal y el anuncio casi profético de un futuro Imperium europeo y de una regeneración de Occidente mediante un modelo autoritario.

La obra no pasó inadvertida a Julius Evola quien la comentó en profundidad, y el célebre historiador militar británico Liddell Hart también realizó una crítica favorable. En Francia Maurice Bardèche la llego a apreciar tanto que escribió una traducción que no fue publicada pero cuyos duplicados sí se pudo hacer que circularan.

En los años siguientes, Yockey desarolla y afina sus concepciones en una serie de textos, siendo a menudo extremadamente radicales pero implicando también una visión de clarividencia notable, e ideas revolucionarias para la extrema derecha de la época. En uno de los primeros, Yockey predicó el abandono total de los viejos nacionalismos del siglo XIX y apeló a la unidad de Europa desde las colinas de Galway hasta el río Ural alrededor de un fuerte núcleo germánico con la participación eventual de Rusia, vista como un potencial aliado a partir de 1952. También en uno de los primeros, comprendió que los Estados Unidos y su modelo de sociedad eran mucho más peligrosos que la URSS para la identidad europea. Estos temas fueron más tarde desarrollados brillantemente por Alain de Benoist y los teóricos de la Nueva Derecha francesa. Yockey no dudó en establecer contactos con el Bloque del Este, asistiendo al proceso de Praga en 1952 lo que le costó la retirada de su pasaporte por el Departamento de Estado norteamericano. Seguidamente se posicionó de forma comprometida a favor del movimiento neutralista y tercermundista (nacido en Bandong en 1955), no vacilando en visitar Egipto para encontrarse con Nasser y Anouar el-Sadate para los cuales trabajó un tiempo. En un activismo furibundo recorrió el mundo como un verdadero agente comercial de la subversión, yendo finalmente hasta Cuba con la intención de encontrarse con Fidel Castro, bestia negra de los Estados Unidos en aquella época. No hay duda de que el FBI se irritó particularmente por este último episodio, que se añadía a muchos otros. Unos meses después de esta visita en Cuba, fue detenido portando un pasaporte falso en suelo americano, no es un pez pequeño, es un hombre que nos interesa mucho, mucho, declaró entonces un representante del FBI), y unos días mas tarde se "suicidó" en su celda. Por su vida apasionada, por su muerte misteriosa, por su libro profético, Yockey entró en la categoría de mito. Americano “apóstata”, ha tenido una influencia innegable en la corriente euro-nacionalista, influencia hallable en el teórico belga Jean Thiriart, en la Nouvelle Droite francesa, en el filósofo ruso Alexandre Dougine y su movimiento eurasiático,Yockey es bien conocido en Rusia, y en toda la corriente nacionalista revolucionaria en general. En la época en la que vivía, las ideas de Yockey no tuvieron mucho impacto y fueron percibidas como una provocación por la extrema-derecha conservadora, anti-comunista y pro-americana. Hoy sin embargo, tras la reunificación alemana y la caída de la URSS, con el poderoso ascenso del mundialismo y del nuevo orden mundial, sus postulados se hacen cada vez más actuales. En un mundo donde sólo cuentan las unidades de como mínimo trescientos millones de hombres, la verdadera unidad de Europa nada que ver con la Unión Europea- es cada vez más necesaria y urgente igual de válido para Europa que para el mundo árabe y América del Sur. El acercamiento Europa-Rusia se transforma también en ineludible y abre la vía a un gran futuro continental unitario e imperial que no imperialista. Con el militarismo estadounidense y el pacto de acero americano-sionista sobre una base de profetismo bíblico, la designación de enemigo prncipal hecha por Yockey, cobra más validez que nunca.

Es en esta perspectiva, en donde hay que colocar los escritos de Yockey y su profecía de Imperium. Cualesquierea que hayan sido sus excesos  innegables , este americano fue un gran patriota europeo. Es por eso por lo que conviene leerle.

Christian Bouchet.