Aquí tenemos que restringir los horizontes y limitarnos a lo que atañe
a nuestra nación, primeramente debemos reconocer que las destrucciones
que tenemos a nuestro alrededor son más bien de carácter moral y espiritual
que de naturaleza material, económica o social.
No hay nada que no
se pague: el destino relativamente mejor si lo comparamos con las otras
naciones vencidas- que la traición y la deserción nos han deparado, tiene
su contrapartida en un desfallecimiento interior, en un marasmo ideológico, en un decaimiento del carácter y de toda dignidad. Reconocer esto
significa también reconocer que el problema principal, base de cualquier
otro, es de carácter interno: realzarse, resurgir interiormente, tomar una
forma, crear en sí mismo un orden y una rectitud. Nada ha aprendido de
las lecciones del pasado reciente quien hoy se ilusiona, aún, a propósito
de las posibilidades de una lucha puramente política y acerca del poder de una u otra fórmula o sistema, si no se parte, ante todo, de una nueva
calidad humana. Este es un principio que hoy más que nunca debería
tener una evidencia absoluta: si un Estado tuviera un sistema político o
social que, en teoría, valiera como el más perfecto, este Estado descendería antes o
después al nivel de la sociedad más baja, mientras que, por el contrarío,
una raza capaz de engendrar hombres verdaderos, hombres de sentir justo
y de instinto seguro, alcanzaría un alto nivel de civilización y se mantendría
en pie, firme frente a las más arduas y calamitosas pruebas, a pesar
de que su sistema político fuera deficiente o imperfecto.
No sólo como orientación doctrinal, sino también respecto al mundo de la acción, es importante que los hombres alineados en la nueva confrontación reconozcan con exactitud la concatenación de las causas y de los efectos y la continuidad esencial de la corriente que ha dado vida a las varias formas políticas que hoy se debaten en el caos de los partidos. Liberalismo, después democracia, después socialismo, después radicalismo, en fin, comunismo o bolchevismo no han aparecido históricamente sino como grados de un mismo mal, como estadios que prepararon sucesivamente el complejo proceso de una caída. El principio de esta caída está en el punto en el que el hombre occidental rompió los vínculos con la tradición, desconoció cada símbolo superior de la autoridad y de la soberanía, reivindicó para sí mismo como individuo una libertad vana e ilusoria, se convirtió en un átomo eb vez de parte integrante de la unidad orgánica y jerárquica de un todo. El átomo, finalmente, tenía que chocaí contra la masa de los otros átomos, de los de más individuos y sei envuelto en medio de la emergencia del reino de la cantidad, del purc número, de la masa materializada, no teniendo otro Dios que la economía soberana. Y este proceso no se detiene a mitad de camino. Sin la revolución francesa, sin el liberalismo y la revolución burguesa no se habría dado el constitucionalismo y la democracia, sin la democracia no se habría dado el socialismo, sin la preparación del socialismo no se habría producido ni el radicalismo ni, finalmente, el comunismo. El hecho de que estas vatim formas hoy se presenten una junto a la otra o antagó- nicamente, no debe impedir reconocer para un ojo avizor que esas formas se mantienen unidas, se enlazan, se condicionan recíprocamente y solamente expresan los distintos grados de una misma corriente, de una misma subversión del orden social normal y legítimo.