En este mundo de locura liberal.. todo lo que sea degradación.. decadencia..degeneración o envilecimiento en el hombre esta permitido y es fomentado...pero el verdadero pensamiento independiente que se salga de lo que dicta el sistema.. es severamente penado por todas las cortes del mundo...el "delito de opinión" es el peor crimen que se puede cometer en este mundo de pensamiento totalitario...Oder

martes, 31 de marzo de 2015

El ciclo vital de las culturas..Spengler

Una cultura nace cuando un alma grande despierta de su estado primario. Una cultura muere, cuando ese alma ha realizado la suma de sus posibilidades, en forma de pueblos, lenguas, dogmas, artes, estados, ciencias, y torna a sumergirse en la espiritualidad primitiva. Sobre esta superficie describen las grandes culturas sus círculos majestuosos. Emergen de pronto, extienden a lo lejos sus magníficas curvas, debilítanse luego y desaparecen.

Este es el sentido de todas las decadencias en la historia cumplimiento interior y exterior, acabamiento que inevitablemente sobreviene a toda cultura viva. La de más limpios contornos se halla ante nuestros ojos; es la "decadencia de la antigüedad". Y ya hoy podemos rastrear claramente en nosotros y en torno a nosotros los primeros síntomas de la decadencia propia, de la "decadencia de Occidente", acontecimiento que por su transcurso y duración coincide plenamente con la decadencia de la Antigüedad y se sitúa en los primeros siglos del próximo milenio.

Toda cultura pasa por los mismos estadios que el individuo, Tiene su niñez, su juventud, su virilidad, su vejez. En el orto del románico y del gótico se manifiesta un alma joven, tímida, henchida de presentimientos. Esta niñez del alma se expresa también, y con muy parecidos tonos, en el dórico de la época homérica, en el arte cristiano primitivo, esto es, arábigoprimitivo, y en las obras del Antiguo Imperio egipcio, que comienza con la cuarta dinastía. Cuando una cultura se acerca al mediodía ele su vida, su lenguaje de formas, al fin conquistado, se hace cada vez más viril, más áspero, más continente, más saturado, más convencido y lleno del sentimiento de su propia fuerza, más claro en sus rasgos. En los comienzos, todo es aún vago, confuso, vacilante, lleno a un tiempo de anhelo y de terror pueriles. Considérese la ornamentación de las portadas en las iglesias románico–góticas de Sajonia y del sur de Francia. Piénsese en las catacumbas cristianas, en los vasos de estilo Dipylon. Pero luego, cuando ya el alma tiene conciencia de haber llegado a la plenitud de sus fuerzas plásticas, por ejemplo en la época en que comienza el Imperio Medio, en el tiempo de los Pisistrátidas, de Justiniano I, de la Contrarreforma, entonces todos los detalles de la expresión aparecen seleccionados, rigurosos, mesurados, llenos de admirable ligereza y como inevitables. Entonces surgen, por doquiera esos momentos de brillante perfección, en que se producen la cabeza de Amenemhet III (la esfinge del Hycso de Tanis), la bóveda de Santa Sofía, los cuadros del Tiziano. Luego vienen ya otras obras más tiernas, casi quebradizas, acariciadas por las suaves melancolías del otoño: la Afrodita de Cnido, las Corés del Erecteion, los arabescos de los arcos de herradura, el torreón de Dresde, Watteau, Mazan. Por último, en la senectud de la civilización incipiente extínguese el fuego del alma. La fuerza, que declina, se atreve aún, con éxito mediano –es el clasicismo que encontramos en toda cultura moribunda–, a acometer una creación magna; el alma piensa otra vez –es el romanticismo– con melancólica añoranza, en su niñez pasada, Al fin, rendida, hastiada y fría, pierde el gozo de vivir y anhela –como en la época romana alejarse de la luz milenaria y sumergirse de nuevo en la negrura mística de los estadios primitivos, en el seno materno, en la tumba.

En este sentido, la existencia de todo individuo algo significativo reproduce, con profunda necesidad, todas las épocas de la cultura a que pertenece. En cada uno de nosotros despierta la vida interior –momento decisivo a partir de! cual sabe uno que tiene un yo– en el punto y manera en que antaño despertó el alma de la cultura toda. Cada uno de nosotros, hombres de Occidente, revive de niño, en los ensueños despiertos y en los juegos infantiles, su época gótica, su catedral, su castillo, su leyenda heroica, el Dieu le veut de las Cruzadas y el dolor del mozo Parsifal. Todos los muchachos griegos tuvieron su edad homérica y su Maratón. En el Werther, de Goethe, imagen de una juventud que todo hombre fáustico, pero ningún antiguo, conoce, resurge el tiempo del Petrarca y de los minnesinger. Cuando Goethe bosquejó su primer Fausto, era Parsifal, Cuando terminó la primera parte, era Hamlet. Sólo en la segunda parte fue ya el hombre de mundo del siglo XIX, que comprendía a Byron. La senectud misma de la Antigüedad, esos caprichosos e infecundos siglos del helenismo final, esa "segunda niñez" de una inteligencia cansada y desengañada, puede estudiarse en pequeño en más de uno de los grandes ancianos de la Antigüedad. En Las Bacantes, de Eurípides, se anticipa no poco de aquella vitalidad que luego se manifiesta en la época imperial; en el Timeo, de Platón, puede vislumbrarse algo de aquel sincretismo religioso que aparece en esa misma época imperial. Y el segundo Fausto de Goethe, como el Parsifal,de Wagner, nos indican de antemano la forma que ha de tener nuestra alma en los próximos, últimos, siglos creadores.