En este mundo de locura liberal.. todo lo que sea degradación.. decadencia..degeneración o envilecimiento en el hombre esta permitido y es fomentado...pero el verdadero pensamiento independiente que se salga de lo que dicta el sistema.. es severamente penado por todas las cortes del mundo...el "delito de opinión" es el peor crimen que se puede cometer en este mundo de pensamiento totalitario...Oder

lunes, 25 de agosto de 2014

José Ortega y Gasset: Federalismo y autonomismo.

“Siento vivamente prolongar todavía esta vigilia, y no se si podré pronunciar con mediana sintaxis las palabras que tengo que decir, porque mi salud no es tan espléndida que, después de una jornada fatigosa, me permita llegar a esta hora con cierta plenitud fisiológica, pero siento la imposición de un deber de conciencia al cual no he de dar expresión con caracteres externos de patetismo, pero que quiero que conste en el Diario de Sesiones: NO puedo votar en pro de esa formulación del primer artículo constitucional.

Esa cuestión de conciencia, a que antes me refería, no pesa sobre la porción del artículo en que se habla de República de trabajadores. Creo haber sido uno de los primeros, aunque estoy dispuesto a aban­donar la prioridad a cualquiera que la solicite, en haber proyectado, en esta etapa de la vida española, sobre la conciencia pública, la fórmula, el lema, de que era preciso organizar a España en pueblo de trabajadores, expresión bien pareja a la que ahora aparece en el primer artículo de nuestra Constitución. Y la palabra «trabajadores» era empleada por mí estrictamente en el sentido que, con todo rigor, definió en su discurso doctrinalmente, cuya doctrina suscribo, el señor Araquistain; pero la letra que yo propalaba, lo era de una larga y complicada campaña de propaganda; era corno el germen de una enorme labor organizadora; era, en sus posibilidades, indeciso, problemático; tenia, sin embargo, en su núcleo, la suficiente precisión para no ser simplemente una frase; pero tenía el vago contorno de una palabra con que se incita a un largo movimiento histórico. Por eso, porque en su núcleo era precisa, pero insuficiente en su contorno, yo no puedo satisfacerme cuando encuentro algo parecido a Repú­blica de trabajadores era el primer articulo de la Constitución, porque la Constitución no es un programa de campañas políticas; ha de tener extremo rigor, y es evidente que ni el señor Araquistain ni yo podemos pretender que este nuevo sentido, que yo creo firme­mente que ahora comienza a germinar en los hondones del alma europea, este nuevo sentido de la palabra «trabajador», el cual se ha formado por una extraña convergencia. de los dos polos de la sociedad: de un lado, por la tradición del movimiento obrero; pero del otro, por lo que menos podía sospecharse, por el hombre rico de Europa, que, después de tres siglos de riqueza, de capitalismo, se ha hartado profundamente de ser rico, ha superado el deseo de riqueza. Como aquellos primeros heréticos de la Iglesia sostenían que la única manera de llegar a la virtud era abusar de la carne, ellos han abusado de la riqueza y están ahora al otro lado. Este nuevo sentido que el señor Araquistain y yo damos a la palabra, no puede pretender enfrontarse en luchar con el tremendo y taxativo sentido que tiene desde hace ochenta años, y que posee en el Manifiesto comunista de Marx; no podemos pretender entrar en colisión con ese magnífico sentido, cargado de luchas y de dolores de la orga­nización obrera.


Pero dejo esto a un lado. Es otra cosa aquello que me mueve los resortes últimos de mi conciencia para molestaros en tan grave mo­mento, en un momento en que estáis profundamente rendidos era vuestro físico y en que deseáis, naturalmente, llegar a una definitiva conclusión de esta larguísima deliberación.

Desde hace varios años, y con fatigosa insistencia, doy voces de alerta de que, pues venía sobre España, quisiéramos o no, la necesidad de, en hora lejana, que bien pronto ha venido, de una reforma profunda de nuestra vida pública, se corría el riesgo de que el pueblo llegase a ella sin poseer un repertorio claro de ideas sobre los pro­blemas políticos. Yo he procurado con mi pluma, además facilitando la publicación de libros egregios de Poder, de Historia, de Sociología, subvenir a este menester. No es, señores diputados, manía intelec­tualista. El menos intelectualista tiene que reconocer que somos en enorme dosis ‑la que sea ‑ repertorio de ideas con que enfrontamos muestra existencia en todos los órdenes. Recuerdo que un viejísimo libro de la India, tal vez el más viejo de la, humanidad, el Libro de los Vedas, compuesto por boyeros, dice ya que los hombres dependen de sus ideas, porque la acción sigue al pensamiento como la rueda del carro sigue a la pezuña del buey. No tenemos ideas claras; mis esfuerzos fueron. vanos, y no debo ocultar mi sincera convicción de que en esta transformación profunda que hacemos, España, padece de insuficiente preparación, no solo en la muchedumbre, sino en nosotros mismos, que aparecemos dirigiéndola o, por lo menos, representándola.

No fue para mí una sorpresa grande, pero fue confirmación dolo­rosa, ver que en uno de los temas más graves que nos plantea, al presente el destino, el de la autonomía regional, existía una extrema confusión de ideas y que, apenas comenzaba la campaña electoral, en la propaganda, en el mitin, en el periódico y hasta en esta misma Cámara se padecía, en general, una lamentable confusión entre ambos principios. Y esta confusión es gravísima, porque, cualesquiera que sean mis preferencias para unos u otros principios, corremos el riesgo ‑lo vamos a correr dentro de un instante‑ de decidirnos por el más radical, por un principio que va a reformar las últimas entrañas de la realidad histórica española, cuando el pueblo mismo ignora el sentido de esa tremenda reforma que en él se va a hacer. Esto es lo que yo lamento, lo que ya deploro y de lo que empiezo a protestar. Es preciso claridad sobre este punto.

Bajo el nombre de federalismo, no tengo para qué aludir al con­junto de pensamientos sustentados por Pi y Margall y el pequeño grupo de sus adeptos. Ese federalismo, que no ha sido puesto al día desde hace sesenta años, es una, teoría histórica sobre la mejor organización del Estado. Ni es tiempo ahora, ni tengo yo por qué ocuparme de discutir teoría más respetable por la calidad de sus fieles que por el rigor y agudeza de su sistema; antes, y por encima de esefederalismo, está el hecho de la forma jurídica del Estado federal, que una vez y otra ha aparecido en la historia del Derecho político mismo; a ese hecho de la forma jurídica del Estado es a lo que me refiero cuando hablo de federalismo. Pues bien, confron­tándolo con el autonomismo, yo sostengo ante la Cámara, con cali­ficación de progresión ascendente hasta rayar en lo superlativo, que esos dos principios son: primero, dos ideas distintas, segundo, que apenas tienen que ver entre sí; tercero, que, como tendencias y en su raíz, son más bien antagónicas. Conviene, pues, que la Cámara an­tes decida esta cuestión con plena claridad. El pueblo y la. Cámara necesitan resolverse en esta cuestión tan grave con pleno cono­cimiento de causa, en un mediodía de radiante claridad. El autono­mismo es un principio político que supone ya un Estado sobre cuya soberanía indivisa no se discute porque no es cuestión.

Dado ese Estado, el autonomismo propone que el ejercicio de ciertas funciones del Poder público ‑cuantas más mejor‑ se entreguen, por entero, a órganos secundarios de aquel, sobre todo con base terri­torial. Por tanto, el autonomismo no habla una palabra sobre el pro­blema de soberanía, lo da por supuesto, y reclama para esos poderes secundarios la descentralización mayor posible de funciones polí­ticas y administrativas. El federalismo, en cambio, no supone el Estado, sino que, al revés, aspira a crear un nuevo Estado, con otros Estados preexistentes, y lo específico de su idea se reduce exclusivamente al problema de la, soberanía. Propone que Estados independientes y soberanos cedan una porción de su soberanía a un Estado nuevo integral, quedándose ellos con otro trozo de la antigua, soberanía que permanece limitando el nuevo Estado recién nacido.

Quien ejerza esta o la otra función del Poder público, cual sea el grado de descentralización, es para el federalismo, corno tal, cuestión abierta, y de hecho los Estados federales presentan en la historia, en este orden, las figuras más diversas, hasta el punto de que, en principio, puede darse perfectamente un Estado federal y, sin em­bargo, sobremanera centralizado en su funcionamiento.

Lo que importa al federalista es el subsuelo del Estado, a saber cómo quede formalizada la situación de soberanía. Puede, en prin­cipio, el federalista no inmutarse porque el Estado superior asuma tal importante función del Poder público, siempre que quede claro que el origen de este poder y de todo su ejercicio depende de la soberanía dividida, plural y permanente, de aquellos Estados que se federaron.


Me parece evidente que no era forzada la calificación con que yo afirmaba ambos principios. Es evidente que son distintos y tienen poco que ver entre sí; hablan de problemas diferentes. El federalismo se preocupa del problema de soberanía; el autonomismo se preocupa de quién ejerza, de cómo haya manera de ejercer en forma descen­tralizada las funciones del Poder público que aquella soberanía creó. Pero es también evidente que en su raíz y como tendencias, son an­tagónicos. En efecto, la historia del federalismo ha representado siempre unacorriente de concentración, y es, en ese sentido, un movimiento de relativa desautonomía.

No es, pues, indiferente que en materia tan grave se juegue del vocablo y se presenten ante el pueblo trastrocados y confundidos intentos tan dispares. Para los efectos de la historia de España, no hay comparación entre todas las transformaciones posibles políticas y la menor modificación que afecte al subsuelo de la soberanía. Porque la soberanía, señores, no es una competencia cualquiera, no es propiamente el poder, no es ni siquiera el Estado, sino que es el origen de todo Poder, de todo Estado, y en él, de toda ley. Es la soberanía la facultad en su raíz preestatal y prejurídica de las decisiones últimas o primeras, según el orden en que queráis contar; es, pues, el fun­damento de todo Poder, de toda ley, de todo derecho, de todo orden. Pero es, al mismo tiempo y sin distinción, la voluntad de una colec­tividad que lleva en brazos, a través de los cambiantes destinos políticos de un pueblo, toda la suerte de este al correr de los siglos. Una soberanía unitaria. significa, por tanto, la voluntad radical y sin reservas de la convivencia históricas: escindir en trozos esa soberanía unitaria ‑entiéndase bien, no el ejercicio de las funciones de Poder público‑, escindir, digo, en trozos, esa soberanía unitaria, equivale a renunciar a esa voluntad de convivencia radical preestatal, dejarla dislocada, hacer que quede, cuando menos, condicionada. Quiere decir soberanía, señores; en suma, que no se acepta por entero y sin cláusulas la comunidad de destino. Tan grave es escisión pareja, que yo no sabría recordar si se ha producido en la época contemporánea.

Alguien me recordaba no hace mucho en los pasillos, hace una media hora, que podía citarse el caso de Rusia; pero no creo que a nadie le complazca y satisfaga este ejemplo, no por otra, cosa, sino por la falta de claridad de la situación política de Rusia. Todos sa­bemos cuál es hoy, auténticamente, el Poder que rige a Rusia, No lo censuro; es un ensayo histórico magnífico; no hago sino significar que no es un ejemplo para aclarar la cuestión. Espero que nadie me ponga como ejemplo a Austria. Quien no hable de oídas sabe perfectamente queAustria es un Estado federal, y para demos­trarlo fulminantemente, bastaría con leer, que no las tengo aquí, las palabras del hombre mismo a quien se encargó del primer pro­yecto de Constitución y que, profesor de derecho político en Viena, sigue siendo su comentarista actual: Keyserling. Ruego, pues, que no se me obligue a demostrar cosa que, en definitiva, es tan notoria.

Dislocando, digo, nuestra compacta soberanía fuéramos caso único en la historia contemporánea., Un Estado federal es un con­junto de pueblos que caminan hacia su unidad. Un Estado unitario, que se federaliza, es un organismo de pueblos que retrograda y ca­mina hacia su dispersión. Por eso, señores, insisto en haceros notar que los problemas de soberanía pertenecen a una dimensión histórica radicalmente más profunda que todas nuestras restantes discrepancias, que todos los cambios de forma política y que se refieren a aquel subsuelo de la vida de un pueblo del cual depende todo lo demás. De ahí que yo, al ver que con tanta imprecisión se ha planteado este problema ante el país, he sufrido día por día. Pues qué, ¿no me he encontrado con que mi propio discurso, de extremo auto­nomismo, me era representado por unos y otros oradores como un proyecto federal? Pues qué, ¿en este mismo artículo que se nos pro­pone votar, no se dice que la República española va a ser y será de tendencia federal, que permita la autonomía de Municipios y Provincias, como si para que fuera esto permisible fuese menester que un Estado se convirtiese en federal?

Evidentemente, aquí hay gravísima confusión. No, no creo que sea esa la solución que demos a la autonomía de España. Es demasiado grave; pero, en fin de cuentas, todo esto que yo digo no son más que razones que, en definitiva, no significarían sino que yo considero la organización federal como arcaica y perturbadora de los nuevos destinos españoles. Total, una opinión particular pero aquí no hemos venido a sostener tercamente opiniones particulares; hemos sido traídos aquí para colaborar en la forma de una Consti­tución, y nuestro deber es no construirla según la dibujaríamos si estuviéramos solos en España, sino al revés, supeditando nuestras preferencias íntimas a lo que el pueblo nuestro, dados su contextura y su momento, exige.

Yo he votado ya y volveré a votar otras veces, en contradicción con mis ensueños, a beneficio y en pro de la necesidad nacional, de la realidad de nuestro pueblo. Pero, por lo mismo, hemos de tener gran cuidado, y, además, habría yo de sentir entusiasmo federal, de que por completo carezco, y no me atrevería a. votar ese artículo porque, como he dicho, toda reforma de soberanía es de tal modo profunda, de tal modo grave, que no es licito intentarla, si no estamos explícitamente seguros de que el pueblo español se da cuenta de la tremenda operación que vamos a realizar en él. Ni vosotros ni yo estamos en esta fecha seguros de que el pueblo español, que se ha dormido esta noche dueño de una soberanía unida, sabe, sospecha, que, al des­pertarse, va a encontrarse su soberanía dispersa. No; eso no.

Por esto, aunque ya me habéis oído en otras ocasiones que, como decían los jansenistas, no debe menudearse el plebiscito, precisamente por su vigor democrático, yo diría que si hay algún caso en que está plenamente justificado es en uno como este; pero como, por razones otras innumerables, es hoy el plebiscito imposible e inoportuno, lo que creo es que no podemos plantear la cuestión de la reforma de España, especialmente por el problema que nos trae Cataluña, en términos de soberanía, sino buscar un área menos estremecedora pero mucho más amplia, el área del más extenso, pero más estricto autonomismo. Ese área no tiene peligros de esa dimensión de sub­suelo, y ofrece un horizonte ilimitado de libertad, de esa libertad que nos pedía el otro día el señor Carner; un horizonte infinito de li­bertad y de holgura al movimiento. Ahí está, señores, la solución, y no segmentando la soberanía, haciendo posible que mañana cual­quiera región, molestada por una simple ley fiscal, enseñe al Estado, levantisca, sus bíceps de soberanía particular.

Es muy grave, pues, lo fue vais a decidir. Hoy vais a decidir, no sobre problemas de instituciones, por altas que sean; no sobre formas de gobiernos; vais a, resolver sobre algo que representa la raíz cósmica, ultrajurídica, y últimamente vital de la realidad española; vais a decretar sobre soberanía. Yo os invito a que hagáis acopio de responsabilidad, pues por mucha que acumuléis, será escasa en comparación de la que ahora, dentro de un poco, vais a gastar.”Discurso pronunciado por don José Ortega y Gasset en las Cortes Constituyentes en la noche del 25 al 26 de septiembre de 1931, en Diario de Sesiones, Legislatura 1931-33, tomo II, págs. 1255-1257.
Extraído de sus Obras Completa. Alianza Editorial, Revista de Occidente, Madrid, 1983.Jose-ortega-y-gasset