Para Nietzsche, en efecto, el hombre no es más que un puente entre el mono y el Superhombre, lo que significa que el hombre y la Historia no tienen sentido más que en la medida en que tienden a una superación y, para hacer eso, no dudan en aceptar su desaparición.
El Superhombre corresponde a un fin, a un fin dado en cada momento y que quizás es imposible alcanzar; mejor, un fin que, en el instante mismo en que se alcanza, se vuelve a proponer un nuevo horizonte.
Con un siglo de adelanto, Friedrich Nietzsche había previsto todos, o casi todos, los fenómenos que caracterizan nuestra época, como el ascenso de la epidemia neurótica, el auge extraordinario de un arte-espectáculo rebajado a un nivel circense o el comercio de la lujuria.
La verificación de las profecías nietzscheanas debería despertar a los espíritus, invitarlos a la reflexión. No ha sido así, lo cual es fatal.
Cuando Nietzsche establecía para las sociedades occidentales un diagnóstico de decadencia, no hacía más que prever el desarrollo normal de la enfermedad. Ahora bien, lo característico de esta enfermedad, la decadencia, es la ceguera que afecta al enfermo acerca de su propio estado. Cuanto más enfermo está, más sano cree estar. Una sociedad decadente es cuanto más avanza hacia el desenlace fatal de su enfermedad.