Un soberano no poseía significación de importancia más que si se conducía como un Mecenas. No importaba lo que por lo demás, fuese.
El Estado era una constante perturbación para la verdadera cultura, que se fraguaba en las aulas, en los gabinetes de los científicos y en los talleres de los artistas. La guerra era una barbarie inverosímil de épocas pretéritas, y la economía algo prosaica y tonta, sobre lo cual resbalaba la atención, aun cuando a diario se hacía uso de ella. Nombrar a un gran comerciante o a un ingeniero junto a los poetas y a los pensadores, era punto menos que delito de lesa majestad cometido para con la cultura "verdadera". Léanse en este sentido las Consideraciones sobre Historia Universal, de Jacobo Burckhardt. Pero este era también el punto de vista de la mayoría de los filósofos de cátedra y aun de muchos historiadores, hasta llegar a los literatos y estetas de las actuales grandes urbes, que consideran la elaboración de una novela como más importante que la construcción de un motor de aviación.
Si a los primeros les faltaba el sentido de la realidad, a éstos, en cambio, les faltaba en grado superlativo el sentido de la profundidad. Su ideal era exclusivamente lo útil. Todo lo que fuese útil para la "Humanidad" pertenecía a la cultura, era cultura. Lo de más era lujo, superstición o barbarie.
Útil, empero, era lo que sirve a la "felicidad del mayor número". Y esta felicidad consistía en no hacer nada. Tal es, en último término, la doctrina de Bentham, Mill y Spencer. El fin de la Humanidad consistía en aliviar al individuo de la mayor cantidad posible de trabajo, cargándolo a la máquina. Libertad de "la miseria, de la esclavitud asalariada", e igualdad en diversiones, bienandanza y "deleite artístico". Anúnciase el panem et circenses de las urbes mundiales en las épocas de decadencia. Los filisteos de la cultura se entusiasmaban a cada botón que ponía en marcha un dispositivo y que, al parecer, ahorraba trabajo humano. En lugar de la auténtica religión de épocas pasadas, aparece el superficial entusiasmo "por las conquistas de la Humanidad", considerando como tales exclusivamente los progresos de la técnica, destinados a ahorrar trabajo y a divertir a los hombres. Pero del alma, ni una palabra.